Sunday, July 03, 2005

Bruselas

III
AGUA

Las ciudades donde uno no vive son como libros que relee cuando las visita. Había hojeado una vez a Bruselas y no me gustó. Ahora he leído un par de capítulos, que me han dejado un sentimiento extraño y me han sembrado algunos enigmas. Al final de la rue Royale, donde estaba el hotel al que llegamos y del que hablaré más tarde, hay una iglesia cuyo interior se encuentra en restauración: una galería de fotografías muestra lo que la iglesia fue antes de que barrieran de sus muros y sus techos todas las pinturas y los adornos, pero quedan algunos vitrales originales y un crucifijo desnudo sobre el altar del que cuelga de manera descuidada un trozo de tela, como si fuera el sudario abandonado que recuerda las palabras del ángel: “ No busquéis entre los muertos al que está vivo”.
Bruselas es una ciudad desértica, aunque muy poblada por funcionarios y por inmigrantes de variada estampa. Se parece en algunas partes a ciertas zonas de New York que uno tomaría por las de una urbe abandonada. Espacios grandes y vacíos que el viento recorre buscando en vano un sombrero que arrancar de la cabeza de un peatón, parques de vegetación descuidada, edificios que parecen estar siendo remodelados desde hace muchos años.
Las zonas activas están separadas unas de otras por calles igualmente solitarias y desoladas. Un tranvía que no parece llegar nunca a la parada donde tres o cuatro viajeros lo esperan sin ansiedad. Algo de Magritte se entiende aquí, nadie parece conocer la prisa, y la eternidad se siente como un vaho detenido en la esquina donde el manneken pis orina sin parar para siempre.

El Hotel Astoria me recuerda los bailes fantasmales a los que el protagonista asiste en the shining de Kubrik, la gente entra y sale como si pertenecieran a otro mundo que el que uno habita, y los empleados tienen una sonrisa permanente que parece recordarnos que están al tanto de un secreto que desconocemos.

El Parc Royale estaba vacío y las distancias son grandes en Bruselas, no hay cafés en cada esquina como en Paris y otras ciudades, por lo que juzgué que no me alcanzarían las fuerzas para aguantar las ganas de descargar mi vejiga y me adentre en un macizo de arbustos no demasiado alejado de la calle.
Es un gesto natural que dejamos de practicar cuando decidimos que ya no somos niños, por lo que al hacerlo revivieron en mí memorias que hubiera dado por muertas un minuto antes.
La glorieta cercana era de leyenda. Ahí sentí de nuevo el toque de Magritte y de Paul Nougé...La experiencia continúa, me dije citando al segundo: hay glorietas como éstas en muchos parque del mundo pero ninguna de ellas es esta glorieta.
El gris también es un hermoso color, pensé cuando me encaminaba hacia el hotel, ya aliviado de la urgencia. Bruselas es una ciudad que tiene todo lo necesario, pero nada más. No hay adornos típicos ni acordeones callejeros que nos trasportan a lánguidas épocas pasadas. El frío y simple presente, casi vacío, desértico...pero el desierto también es bello: no nos queda en él más remedio que centrarnos en nosotros mismos, sin distracciones ni entretenimientos.

Desde el Albatros seguíamos a mercurius en su divagar por aquella ciudad muerta habitada por muertos que no habían decidido aún resucitar y esperábamos reporte desde la torre de control, pero no había conexión.

Mercurius se detuvo en un cybercafé y abrió un mensaje de Polaris, nuestra torre del viaje anterior: era un saludo optimista y esperanzador.
Con apasionada indiferencia mantuvimos la órbita y la espera. Mercurius asistía a una ceremonia oficial en el Palais d’Egmont, sí, el mismo de la obertura de Beethoven.
Hay historia en lo anecdótico y anécdota en lo histórico, por lo que volveré sobre el recuento de los pasos de Mercurius en Bruselas más adelante.
Por ahora diré que la misión en esta escala se cumplió con éxito; cargamos combustible suficiente y volvimos a despegar con nuestro capitán a bordo.

El cielo se mostraba despejado.

15.

En Damasco había una mujer llamada Marta.
Saulo se había fijado en ella; fue una de las primeras personas que vio después de recuperarse de la ceguera del relámpago.
“No desearás a la mujer de tu prójimo” fue lo que en el instante en que la vio vino a su mente.
Su alma toda estaba tan repleta de aquella sensación de dulzura que había sucedido al milagro, que la breve experiencia del deseo que el cuerpo y el rostro de aquella mujer le produjo pareció esfumarse enseguida como el recuerdo inasible de un sueño.
Pero después de la revelación y del milagro que le devolvió la vista, Saulo sintió hambre y sed de nuevo, tuvo que cumplir con sus necesidades más elementales y también sintió cansancio. Cuando aquella mañana despertó, el recuerdo del sueño en que la mujer aparecía desnuda y lo acariciaba se presentó con toda claridad, lujoso en detalles y sensaciones.

Estaban los dos en un lecho con sábanas de seda púrpura y un aroma intenso de jazmines llenaba el aposento. Era una gran alcoba dentro de un palacio con techos muy altos. “Nunca he estado en un lugar tan hermoso” se dijo Saulo en sueños. La mujer – supo que se llamaba Marta sin que ella se lo dijera- lamía los dedos de las manos de Saulo como una gata mimosa y sus cabellos largos y negros acariciaban su vientre de él, que, con la otra mano, recorría la espalda de ella: tersa, redondeada, blanca, como la de una paloma.
“El Cantar de los Cantares” pensó Saulo mientras se desperezaba: “Sus labios son rubíes...”y se pregunto qué signo podría haber en aquel sueño, ya que desde el encuentro con la Luz, todo lo que sucedía estaba acompañado de señales.

Salió a la calle para tomar un poco de aire y deambuló sin un rumbo preciso. Sus pasos lo condujeron a un descampado y el murmullo de un arroyo le hizo adentrarse en un bosquecillo. Se sentó en una piedra en la ribera de la delicada corriente y mojó sus pies en ella. Un susurro le hizo volverse para descubrir de quién era aquella voz que parecía pronunciar su nombre, su nuevo nombre, Pablo.

Estaba mojada y la túnica se adhería al cuerpo mostrando sus formas deliciosas. Caminó hacia él y se sentó a su lado; reclinó su cabeza en el hombro de él y el perfume de jazmines lo inundó.

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El silencio de la Torre de Control es señal de que hemos salido de la zona del radar y de las microondas. Hemos perdido contacto, o lo han perdido con nosotros.
Estamos solos.
¿Qué es exactamente estar solos?

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18 de mayo
Después de Bruselas, los jardines del Alcázar de Sevilla son un lugar de contacto con tierra que ofrece un contraste marcado.
EL sentimiento de no pertenencia forma parte de la estructura constitutiva del albatros. Una de la maneras de conectar con la realidad y con los otros (pienso en la torre de control) es aceptar la pertenencia a un mismo universo que se reconoce como lenguaje o a un lenguaje al que se le atribuye la condición de universo. Faltando esto, lo que se comunica suele ser entendido o sentido como crítica contra el lenguaje y como intento de desmentir la realidad del universo construido sobre él, lo que a muchos (por la misma condición de la pertenencia) les resulta una crítica contra ellos mismos.

Nadie, en todo caso, contemplaba la belleza de aquel atardecer en los jardines del Alcázar. Encerrados en el pequeño universo de su lenguaje compartido, aquellos humanos reunidos para festejar un evento intrascendente, comentaban la realidad que los circundaba como si formaran parte de un tarjeta postal: “Qué lindo “...”En esta época es hermoso”.

Pero en la fuente de Mercurio, la pequeña estatua del dios, callaba y en su silencio compartía conmigo la sensación de enorme extrañeza que producía en mi estar en aquel lugar, si es que aquello era un lugar y no más bien un momento en la sucesión irregular de un tiempo ajeno a mi, y por lo tanto real.

Sé que el discurso es confuso: a esta altura será para muchos imposible seguir el recorrido de estas palabras y descubrir en él la crónica de un viaje. El Albatros está viajando, sin embargo, y esto es el relato de ese viaje. Lo que sucede, creo, es que hemos salido del concepto de viaje, y por lo tanto somos invisibles como viajeros. Un viaje es un universo cerrado en el lenguaje y todo lo que no pertenezca a ese universo no es considerado viaje y por lo tanto es inconcebible en tanto que viaje.

Y estábamos, a pesar de todo, en Sevilla: el lugar y la fecha son reales.

No experimentamos la realidad, la leemos. No son las cosas, los lugares y los momentos lo que vivimos, sino su significado. Atribuimos cualidades de acuerdo a una gramática que compartimos en parte con los demás, es decir, con una cultura y un época. Para alguien estar el 18 de mayo en el Alcázar de Sevilla es un acto que forma parte de los significados relacionados con la palabra rutina: el jardinero, por ejemplo. Para otros, el turista, por ejemplo, aquello es motivo de asombro o admiración, o se relaciona con un sentimiento de libertad o de descanso. Los edificios, las fuentes, los jardines y el atardecer son los mismos: nadie los ve.

Nuestra realidad y nuestro realismo son absolutamente subjetivos: irreales completamente.
Escribiendo esto en el hotel de la calle Gravina, hoy día 18 a las 7 de la mañana, estoy haciendo una crónica que se sabe irreal porque es comprobable en términos reales. Lo único cierto es que lo estoy haciendo: lo único cierto para quien lea esto en otro lugar otro día es que lo está leyendo. Lo que lee y lo que escribo, aunque las palabras sean las mismas, es totalmente diferente.

Pongo a sonar el concierto 21 de Mozart y entro en contacto con la realidad de mi significado y con el significado de la realidad: esa tautología vacía y extraña sobre la que creemos se basa nuestra vida.
Es hora, también, de desayunar.

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Esta época que ha hecho ya abstracción de todo no ha podido aún hacer abstracción de la abstracción misma: el dinero.
Todo se mide y se cuenta en dinero, que es lo menos real que conocemos.

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