Friday, July 15, 2005

fuera de formato

1.
QUIERA EL CIELO QUE EL LECTOR, indiferente a estas líneas como a pocos signos que ante sus ojos puedan presentarse, cierre el entendimiento y se aleje, antes de que sea demasiado tarde.
No encontrará aquí preocupación por el estilo ni deseo de agradar o relatar historias. No encontrará solaz ni entretenimiento, sólo palabras.
Guarismos áridos, torcidas escuadras, capullos congelados que en nada se parecen, ni quieren parecerse, a la vida diaria.
No hay razón que impulse a seguir el sendero que trazan vocales y consonantes a lo largo de este ya demasiado largo recuento de naderías, como tampoco hay razón para que hayan sido , o estén siendo, escritas.
Es un juego inútil cuya única justificación es la de no tener ninguna.
Es papel impreso sin más, desperdicio de tiempo, de espacio, de todo lo que tiene valor y es estimado.

En el horizonte donde las acacias pacen sin moverse, un pájaro diminuto se mantiene en el aire y se acerca a nosotros. No busques explicación ni hagas preguntas. Se acerca aleteando y pasa por encima de tu cabeza, o de la mía. Pasa.
Si te vuelves para seguir su recorrido ya no lo verás. Vuélvete y compruébalo. Puedo asegurarte que nunca estuvo allí. No está aquí tampoco: ya estás lejos, irremediablemente lejos de la línea que hablaba de él. Habita sólo en tu recuerdo. Regresa y tacha con feroz trazo las palabras que lo mencionaban: Nunca podrás deshacerte de él.

2.

Era un pájaro que trabajaba en una fábrica de jaulas.

El dueño de la fábrica era un dinosaurio, obviamente.
Pájaros y dinosaurios son parientes, pero no se llevan muy bien. Para los últimos, las aves son una rama inútil de la familia, un defecto del árbol genealógico que quisieran borrar a toda costa.
Para las primeras, los reptiles en general son un antecedente vergonzoso.

Pero están emparentados, como he dicho. Muchos saurios quisieran volar, y no pocas aves desearían garras monumentales y mandíbulas poderosas para imponer su voluntad y sentirse importantes. Porque ¿Qué importancia tiene un pajaro? Muchos los envidian, pero pocos les prestan atención. Cuando su color o su canto los hacen deseables, se los enjaula, con lo que se demuestra el desprecio que el arte de volar produce.
Es más, casi nadie piensa que volar sea un arte. La opinión general es que se trata de un don, de una circunstancia, de un azar en el proceso evolutivo.
Dominada la técnica de la aerodinámica se construyeron pájaros de hierro, que son como jaulas volantes. Ventanillas diminutas, asientos estrechos. Todo lo necesario para que los pasajeros se percaten lo menos posible de que están volando. Al llegar al aeropuerto, escaleras, pasajes, túneles que recuerdan la caverna para aliviar la desazón que el cielo produce.
Volviendo a nuestra historia, el problema comenzó cuando llegó la noticia de que los dinosaurios se extinguirían irremediablemente.
El sindicato de aves convocó a una huelga. No se construirían más jaulas, la mano de obra se emplearía en fabricar sarcófagos monumentales. Los dueños reaccionaron con violencia, en eso seguían siendo los mejores. Se produjo una masacre de pájaros de grandes proporciones.
Los que sobrevivieron se refugiaron en las montañas. El ala extrema del movimiento se entrenó para el contraataque. Se formaron varios grupos: halcones, lechuzas, gavilanes, cóndores. Las águilas calvas se autoproclamaron líderes.
El pájaro del que hablaba, el protagonista de esta fábula, se entusiasmó con los discursos incendiarios de los rebeldes. Era un pajaro cantor, y decidió que su destino sería el de cantar la revolución que estaba cambiando la historia del mundo. Pero las rapaces no creían en canciones, sino en gritos de guerra. Pronto lo excluyeron de los cónclaves. Tuvo que retirarse a los bosques, donde encontró pareja e hizo nido.

A raíz de la rebelión, los dinosaurios cambiaron, lentamente como es propio de ellos, su actitud. Pasados los primeros enfrentamientos cruentos, su política fue la de relativizar lo sucedido, adoptar formas de conducta liberales, propugnar la concordia entre aves y reptiles y hacer ver que el asunto de la extinción no era más que una falsa alarma, un delirio utópico y nada más.
Durante un tiempo las cosas retornaron a la normalidad. La fábrica de jaulas reinició sus labores con nuevos criterios de producción y con relaciones laborales más flexibles. El catálogo de modelos cambió radicalmente. Se pusieron de moda las jaulas sin puerta, con barrotes de diseño novedoso e interior confortable.
Nuestra ave empleó su talento para componer melodías que se usaron para impulsar las ventas, con mucho éxito.
La mayor parte de los pájaros había abandonado la rebelión. La convivencia con los dinosaurios era conveniente para ambas especies.
Los tiempos de la discriminación habían quedado atrás. Las costumbres de los saurios, después de todo, no eran tan malas como parecían. Las nuevas jaulas resultaban más gratas que las ramas de los árboles.

Mientras tanto, el proceso de extinción continuaba, lenta e inevitablemente.
No había suficiente alimento. Proliferaron los conflictos territoriales y pronto comenzaron a devorarse unos a otros. A medida que se entregaban más a la guerra iban perdiendo el control de la sociedad. Los servicios fallaban, la criminalidad aumentaba, el hambre crecía exponencialmente.
Los pájaros volvieron al ataque.

Al principio retomaron las viejas consignas, en las que hacía mucho ya nadie creía. Fueron tildados de retrógrados y de trasnochados. Se dividieron en dos grandes bandos. En uno, los llamados extincionistas, que proclamaban el apocalipsis inmediato. En el otro, los globalizacionistas, quienes sostenían que el modelo existente se impondría y se mantendría en el planeta entero.
De hecho, ese modelo se había ya impuesto y mantenido en todo el mundo por varios siglos. Por otra parte, la extinción violenta podía acabar con la vida de todas las especies.

Con este telón de fondo, nuestro pájaro decidió retirarse a meditar. Abandonó su empleo y su jaula, y regresó al bosquecillo que le había servido de refugio una vez, en la falda de la montaña.

Poco a poco, recuperó sus hábitos de ave solitaria.

Las condiciones del pajaro solitario son cinco. La primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta que no tiene determinado color; la quinta que canta suavemente.

Pero el nuestro, era un pájaro ambiguo.

Todas las aves son delicadas y aprehensivas. Eso es lo que las hace diferentes de los dinosaurios. Y como la nuestra lo sabía, decidió protegerse ante la hecatombe que se anunciaba. Si los dinosaurios estaban destinados a desaparecer, era preciso que las aves sobrevivieran.

Pero ¿Cómo? Sólo los solitarios como él conocían el secreto. Los demás, adheridos a uno y a otro bando, perecerían en la batalla. ¿Habría otros que lo supieran, que pensaran como él, que se prepararan con lucidez para el desastre? Cuántos era la pregunta equivocada. Una especie puede inundar el planeta a partir de unos pocos ejemplares, si estos son suficientemente aptos. ¿Y qué significa apto? En este caso, pensó, no podía significar otra cosa que consciente.
La pregunta correcta era cómo localizar a los otros, o hacerse localizable para ellos. Paradójicamente, esta vez el canto no sería suficiente. ¿O sí? El problema era que ya ninguna manera de cantar podía distinguirse realmente de las otras. Las notas y sus combinaciones estaban agotadas. Era preciso encontrar nuevos sonidos. No más fuertes; más débiles, quizás, más sutiles.
Para esa época, el canto de los pájaros (nuestro protagonista no tenía forma de saberlo) se parecía a lo que hoy llamamos graznido. Todo el esfuerzo en el arte de cantar estaba dirigido a producir sonidos intensos y notorios, que fuesen capaces de llegar lo más lejos posible. Era, tal vez, la necesidad de hacerse oír en un mundo donde el rugido del dinosaurio lo dominaba todo. Lo ensordecedor había hecho sordos incluso a los músicos.

Pasó años en silencio, buscando un lenguaje nuevo, hecho de frases mínimas, apenas audibles. Parecido a lo que hoy conocemos por piar.

Conoció a otros pájaros que también hablaban bajito. Eran pocos, pero su bosque no era muy grande. Cabía pensar que un pequeño grupo como ese podría estar formándose en cada bosque.
Y había muchos bosques.






3.
Desde la terraza del cuarto de hotel, el viejo puerto reverberaba bajo el sol estival como un espejismo antiguo, del tiempo en que los fenicios jugaban con dados de marfil sobre las cubiertas de los navíos, esperando que terminara la carga para zarpar, para zurcar de regreso a casa aquel mar en que Odiseo, el divino, puso nombre a las corrientes con que Poseidón confunde a los hombres para perderlos, con el sólo propósito de que su hermano Zeus, el gran olímpico, se distraiga buscándolos. Porque Poseidón, rey de las aguas, desespera por llegar al cielo: la división de los territorios no es algo que él entienda bien. Cuando le propusieron partir la herencia del padre Kronos, aceptó los mares con algún disgusto, porque los mares siempre fueron suyos, en ellos se crió y se hizo grande. Ahora quiere más, quiere inundar la tierra y el cielo, pero son los hombres, esas criaturas defectuosas y mortales los que impiden que lleve a cabo su proyecto. Enfurece, levanta tormentas desde los abismos para destrozar embarcaciones, y traga los huesos de los temerarios insectos que osan desafiar su poderío.
Pero la mañana es tranquila y soleada. Desde la terraza del cuarto del hotel, Gabriel observa y se regocija pensando que los dioses lo han escogido a él para contar la historia de las historias.
Es mediodía.
Y Marsella, a mediodía, es una mujer que cocina cuentos para la cena, una cena opípara y jovial, en la que las aceitunas y el vino despertarán panderetas, guitarras, naipes, y también inconcebibles flechazos de amor. En Marsella, el que no hace el amor está muerto, sólo Nôtre Dame de la Garde está exenta de cumplir con el precepto. Por eso observa la escena desde arriba, dorada como el día, sin parpadear, sin siquiera moverse en su palco de reina; porque quien reina , reina es, pase lo que pase.



Hay que pensar, se dice. Planes , trámites, movilizaciones. Pensar no, sobre todo no pensar. Hay que dar pasos cortos, cercanos, hay que ver y luego hacer. Hacer una ofrenda a la divinidad del día, y siempre otra al altísimo. Hoy es la Luna quien mantiene en vilo la mañana, aconsejando quietud, ternura, receptividad. Hoy es preciso moverse con lentitud, con gracia, flotando como ella en el cielo, sin prisa, como el piano del concerto 4 en sol de Beethoven, como una dama en camisón, descalza , que sale al jardín a buscar unas hojas de albahaca que macerará lentamente en el mortero para que entreguen todo su aroma y toda sustancia. Con paciencia faraónica, con la mirada en las estrellas, sin dejar por un instante de sonreir para uno mismo.
Guillermo decía: “Voy a salir a buscarte sin moverme”, y Guillermo sabía de qué estaba hablando. Gabriel, que acaba de llegar de la guerra, tiene aún los gestos bruscos del soldado, la mirada tensa, las armas a la mano. Pero la guerra ha concluido, al menos esa guerra. Ahora el viaje es de regreso, ya no es el conquistador quien guía la caravana, es un anciano ciego que conoce el camino de memoria. Memoria, recapitulación, recogimiento; el de recoger los tesoros, el botín de recuerdos, el de recoger anclas para partir.
Y la mañana es soleada, unas pocas nubes se disipan hacia el norte, sobre el Avila, la montaña nodriza, la de los verdes oscuros y húmedos.



El cuatro. Dos dados que tienen un uno y un tres. Gabriel observa y se percata de que también han podido ser dos dos, como si uno fuera equivalente al otro, como si diera lo mismo. Pero nunca da lo mismo.


4.
Basta de contar historias.
Villaverde era partidario de escribir libros que no trataran de representar la realidad, ni la vida, ni comunicar ideas, ni relatar sucesos. La literatura abstracta. Palabras ordenadas con otro propósito. Un propósito superior.

Erasmo Laguna, el pintor, lo escuchaba en silencio, fumando su pipa. Dijo algo sobre Klee, y Villaverde replicó algo sobre Kandinsky.

Helena, la mujer de Erasmo, se aburría de lo lindo. Cuando llegó Felipe, con su corbata de seda y su peinado hacia atrás, le sonrió provocativamente.

Felipe no se percató de ello. Se sentó en la mesa del Café La Atlántida, como todos los días a las siete, y pidió una cerveza.
Felipe era cajero de banco, pero escribía poemas.

Ya lo dijo Bretón ¿O fue Apollinaire? Nunca más se podrá escribir una novela que comience con una frase como " La Condesa abrió la puerta": Villaverde era enfático.

Helena, en cambio era ninfómana. O eso creía ella. Su marido no lo había notado.

Se acostaba a las diez, porque había que madrugar para pintar con la luz del alba, la única luz que le permitía acercarse al color del misterio.

Helena terminaba su turno de mesera a las doce. Mientras cuadraban la caja y limpiaban, se hacía siempre más de la una. Llegaba a casa a las dos. Los ronquidos llenaban la penumbra en la que Helena se desvestía, se untaba el cuerpo con crema, fumaba un cigarrillo y se asomaba al balcón para observar la calle vacía.

Y pensaba en hazañas sexuales, en viajes por mar y en joyas.

Madame Bovary, por ejemplo. Villaverde pronunciaba el título como si quisiera escupir de forma decente un trozo de comida con sabor a podrido. Una historia estúpida acerca de una mujer estúpida y su aún más estúpido marido. No son dignos de considerarse motivos literarios.
En cambio, la génesis del ADN era un tema apasionante, sobre el que ningún novelista había escrito.


El autobús salía a las tres. Sólo tenía que pasar cuarenta minutos en la estación. A la mañana siguiente estaría en otra ciudad, en otra vida. Helena se quita el delantal. Es la última vez que se lo quita.
Erasmo sabrá entender. O tal vez no. Pero no hay nada que hacer.
En la estación, una mujer hindú y una pareja de jóvenes con mochilas y sleeping bags. Alemanes. Ella toma un café de máquina y fuma media caja de cigarrillos.
Las agujas del reloj no se mueven cuando uno las mira. Hay que mirar el piso, o el techo, o leer. Pero no puede concentrarse en la lectura de Flaubert. Puede que Villaverde tenga razón, se dice.



Campos al amanecer. Si Erasmo los viera. Verdes tan ténues que son casi invisibles, malvas que avanzan como las agujas del reloj, si miras bien, no los ves avanzar.

Y el zumbido terco del motor. Las nucas de los pasajeros. Las manos en el regazo. Las ganas de fumar. Son cinco horas de viaje, llegaré a las ocho.


Ya hace calor. El albergue está a cuatro calles de la estación, eso dijo Marta. Es la única que sabe de su huida. Es la que le dio la dirección del albergue, el nombre de Roque, la cartita de recomendación que no hará falta, porque necesitan mucamas, siempre necesitan. Si no fuera por los críos ella se iría también.
Roque es un gordo barbudo y simpático. Abre la carta, pero se ve que no logra descifrar la escritura. La cierra, se la devuelve, y le dice que pase y se siente.

Se sienta él también y la observa. Ella está acostumbrada, los hombres siempre la han observado así. Menos Erasmo. Se habrá despertado hace rato. Habrá llamado a Marta. Marta le habrá dicho lo convenido. Helena necesita un tiempo, un espacio, volverá.
Tal vez así le duela menos.
Roque sigue observándola. De pronto dice algo sobre el orden, la pulcritud, la satisfacción de los clientes. Ella explica que tiene experiencia, que no hay nada que temer.

No lleva maquillaje y ha puesto su cara más anodina. Las mujeres atractivas son problemáticas, los hombres no les dan trabajo porque piensan que se liarán con otros hombres y terminarán produciendo conflictos. O se irán. Pero siempre hay una posibilidad de que se líen con uno. Roque le enseña su cuarto, su uniforme y le muestra las habitaciones. La temporada alta está por comenzar.


Las habitaciones son bonitas. Todas iguales, pero bonitas. Hacer camas es más fácil que atender mesas. Lo que molesta son los baños. Y la espalda. A las doce ya siente el dolor. Se acostumbrará. Más adelante pedirá que la dejen trabajar en el bar.
En el comedor todos están pendientes de ella. Es nueva y es joven. La mulata simpática, Laura, le dice que ya todos comentan que es la amante de Roque. Eso tiene algo bueno y algo malo. Lo bueno es que los hombres no se meterán con ella. Lo malo es eso también. Laura se ríe y muestra su dientes grandes y blancos.
A la una vuelve a los cuartos. Más sábanas y más baños. A las seis, el dolor de la espalda es casi insoportable.


Mientras se ducha, piensa que Erasmo estará ya sentado en el café, conversando con Villaverde. Las historias siempre son tristes, dice éste, siempre te lo he dicho. Hay que concentrarse en el arte, en la abstracción, en el genoma humano y en la vida de las abejas, como Maeterlink.
Tocan a la puerta y ella se acerca con la toalla envolviendole el torso. Reza para que no sea Roque. Es Laura. Viene a invitarla a dar un paseo, conocer la ciudad.
Mientras se peina, la mulata le habla de su hijo, de su último enamorado que era médico, pero casado. De su plan de poner su propia posada. Cuenta con ella.
Salen cuando ya es de noche y terminan en la disco de Mario, un negro amigo de Laura. Sólo amigos, es gay. Mario le ofrece trabajo a Helena, pero Laura le dice que no acepte, que diga que está recién llegada, así mejorará su oferta. Además está demasiado borracho. Mañana no se acordará de lo que dijo.
Hay un tipo que la mira. Es un flaco alto, con cara de policía. Laura no lo conoce. De todos modos, ya es hora de irse. Mañana hay que trabajar.


Camas y baños. Le diré a Roque que me pase al bar, o al restaurant. El sabe que yo puedo hacerlo. Seré más útil allá. Pero él sabe también que eso le dará oportunidad para pedirme algo a cambio. Le daré esperanzas sin prometer nada, de todas formas volveré esta noche a la disco. Haré que Mario se acuerde de mí. Lo que me ofreció era el doble de lo que pagan aquí.
Se tropieza con Roque en la escalera. El le pregunta cómo va todo. Ella responde con un encogerse de hombros y una sonrisa. El se le acerca, metiendo la panza. Está pescado. Ella se aleja empujando el carrito y mostrándole el trasero. Te veo más tarde.


Esta vez sí es él quien toca a la puerta. Pero ella está vestida, fumando, esperándolo.
Vuelve a tocar a la puerta. Para entonces, todos en el pabellón de servidumbre se habrán enterado. Sin embargo Helena espera. Al fin dice ya voy, más alto de lo que sería necesario. Se acerca y abre, Roque entra, visiblemente bebido.
Quiere ofrecerle un cambio. Una de las chicas del bar ha puesto la renuncia, cuestiones personales. Por su experiencia, Helena es la única candidata. Puede empezar esa misma noche, el horario es de seis a doce.
Empezaré mañana, hoy estoy cansada, y tengo algo que hacer.
Roque no discute, aunque podría hacerlo. Está demasiado embebido en la contemplación de la figura de Helena, que se recorta contra la luz azulada del neón que proviene del exterior, y llega a través de la ventana.
Ahora tengo que vestirme. Pero Roque no se va. Parece un perro esperando la caricia de su amo. Helena se acerca, lo toma del brazo como una madre, lo conduce a la puerta. Después de abrirla le toca la mejilla y le dice que se verán mañana, que está muy agradecida.


El hombre con aspecto de policía se sienta en el bar cuando Helena conversa con Mario. Claro que se acuerda de ella, la oferta está en pie. Puede empezar mañana. Otro hombre, grueso, parece un comerciante, se sienta en la butaca contigua. Mario llama al barman y se aleja. Te veo mañana, a las seis, le dice a Helena. El comerciante pide un whisky y pregunta cortesmente a Helena si puede ofrecerle algo. Ella mira de reojo al policía, que no deja de observarla y le dice que no, que a los empleados no les permiten aceptar tragos. El comerciante responde que nunca la ha visto allí. Ella aclara que es nueva. El comerciante llama a Mario y le pide permiso para ofrecerle a la chica un trago de bienvenida. Mario levanta los brazos. No es asunto suyo, dice con sonrisa cómplice. Las reglas se aplican en horas de trabajo, y ella aún no está trabajando. El hombre grueso pregunta qué bebida prefiere. Ella accede y le traen un daiquirí. El hombre grueso acerca su butaca y le cuenta que tiene un negocio de electrodomésticos.



Temía que Roque estuviera esperándola, pero no. Sube la escalera tratando de no hacer ruido y entra a su cuarto. Está un poco mareada. Qué bueno que Laura llegó y la sacó de allí a tiempo. Pero mañana el comerciante estará allí otra vez, no será fácil sacárselo de encima. Lo único que no aceptamos son los escándalos, le dijo Mario.



Es viernes. Mal día para empezar, cuando no conoces bien a la clientela, al barman, cuando te duele tanto la espalda. Pero es mejor así, sobrevivir a un viernes garantiza que podrás con el trabajo. Hay un trío de Jazz, piano, batería y bajo, y mucha más gente joven que las otras noches. El comerciante no ha venido. Prueba de que es casado, como decía Laura. Pero el policía está allí, siempre en la misma butaca, frente a su escocés con hielo que parece formar parte de su cuerpo, su mano no lo suelta nunca, como si fuera el timón de un barco invisible.
En el descanso, el pianista se acerca al sector de la barra donde las meseras reciben las órdenes y le sonríe. Mientras ella espera tres cervezas y un Tom Collins, se presenta. Se llama Guillermo, y es un hombre de unos treinticinco años, algo desgarbado pero con unos ojos azules muy lindos en su cara de niño. Los clientes reclaman su pedido, agitando los brazos, Helena se excusa y sale disparada hacia las mesas.


Por esa noche tiene que dormir en el hotelito de la esquina. Laura le ha dicho que vaya a dormir con ella en el albergue, que nadie se enterará, pero no quiere toparse con Roque, quien tomó muy mal la noticia de su renuncia. Primero se mostró ofendido, él que le había dado la oportunidad sin siquiera pedirle referencias. Después pasó, sin medias tintas, a la súplica. Le ofreció mejorarle el sueldo en tres meses, darle un día libre extra, una habitación más grande.
Era difícil encontrar gente de confianza, ella podía hacer carrera en el establecimiento. Helena lo suavizó diciendo que no era nada personal, tenía que irse, pero volvería.
El la invitó a cenar, ella quedó en que lo llamaría el lunes.

5.
Guillermo ataca el final del blues con fuerza, la sala vibra por un instante, el público presta atención, como si fuese la sirena de incendios , el inminente peligro de un terremoto. Después unos cuantos aplausos, y siguen las conversaciones, las risas. Falsa alarma. Guillermo se levanta, hace su solitaria parodia de reverencia y sale. Conoce bien esos momentos. El público sólo se interesa en la música cuando la música lo agrede. Necesita un trago. Tiene cinco días sin beber, desde el lunes, pero ya no aguanta. Sabe que mañana se arrepentirá, las voces internas serán ensordecedoras, cornos tubas y fagots repitiendo al unísono la interminable frase de la culpa, como el Bolero de Ravel, pero ahora, en este momento, en el presente infinito de este instante necesita un trago.
La chica nueva le ha sonreido, con gesto tímido, atemorizado, y se ha ido a despachar un pedido. Los músicos somos extraterrestres naturalizados de humanos. Nos toleran , nos saludan, pero no se mezclan con nosotros. Ricky, el barman, le da una ginebra. La vacía de un trago y enciende un cigarrillo.



En la esquina, mientras espera a que el semáforo cambie, escucha los pasos. Mira por encima del hombro y descubre a la mesera nueva, que viene a toda prisa, con pasitos cortos y rápidos, como si tuviera frío. Desde la nube de los tragos la observa con imparcialidad y decide que la chica tiene miedo. La calle solitaria, la oscuridad y todo eso. Espera a que lo alcance y le lanza una palabra amistosa, ella se asusta primero, pero luego lo reconoce, aliviada. Marchan juntos unos cuantos metros. Ella se dirige al hotel de la esquina, es nueva en la ciudad. El le ofrece un café. Mejor otro día, contesta ella. Se despiden en la puerta del hotel y él sigue, con las manos en los bolsillos, silbando una melodía nueva, camino a su estudio.



Aquí vivo yo. Este es mi hogar. Se quita el saco y se dirige al baño. Este es mi baño. Orina abundantemente, con puntería intermitente. Se sienta en la cama y observa el piano. Ese es mi piano, me lo regaló mi padre. Se levanta y se dirige a la cocina. Encuentra la botella. Se sirve, bebe. Se siente bien. Mañana me sentiré mal. Tendré la cabeza hecha un ovillo. Me dolerá el alma. Me acusaré de ser un compositor frustrado, un pianista de mentira, un mal hijo, un mal hombre. Otro trago. Se sienta al piano y tartamudea la melodía que venía silbando. Un mal Debussy, un falso Satie, poco comercial además. Eres demasiado crítico contigo mismo. Esta vez es la voz de su padre. Mi padre está muerto. Los muertos no saben nada de música, yo sí. Es una melodía pobre, como yo.
Enciende otro cigarrillo. Ya hay uno consumiéndose en el cenicero. Bebe otro trago, se asoma a la ventana. Ya va a amanecer.



Luz y ruido, mucho ruido. Es sábado, masculla aún dormido. Los sábados hay mercadillo en la calle. Al principio parece pintoresco. La ilusión de que bajarás y pasearás entre la muchedumbre, te entremezclarás en el gentío, tocarás y sopesarás cada antigüedad, cada fantasía, cada libro de los de tres por uno, como si tuvieras la esperanza secreta de encontrar una clave escondida detrás de la mirada penetrante del árabe vendedor de alfombras voladoras. Haz leído demasiado Salgari. No es otra cosa que bulla, ruido que no deja dormir los sábados por la mañana.
Un café. Un poco de Mozart, el concierto número cinco para violín. Si esto no te tranquiliza, es mejor que te suicides.
Se mira al espejo. La bata, la mano que sostiene el pocillo del café humeante. Una estampa enternecedora. La vida no tiene sentido. Debería cambiar el Mozart y poner a Schoenberg. 6. Alquilar el apartamento, entre depósito y comisiones, consumirá la mitad de lo que tiene en el banco. Es sólo un estudio de veinte metros , pero el edificio es decente, blanco, de apenas cuatro pisos, y tiene una hermosa vista al río. No podía pedir más. Con el sueldo y las propinas alcanza para eso y la comida y uno que otro lujo, como ir al cine una vez por semana, No tenía mejor vida con Erasmo.
Claro que falta amoblarlo, pero ahí está el mercado de pulgas, sobrarán colchones, y tapices, y posters, y una que otra obra de arte desconocida. No hablemos de Balzac, decía Villaverde. Fue el fundador de la fábrica de chorizos de la novela moderna.



No has quitado a Mozart, te felicito. Nadie debe interrumpir a Haifetz cuando toca. Y el café no está mal. Y la resaca no es tan fuerte como presumías. Hasta te has atrevido a dar un vistazo al mercado desde la ventana. Cuántas cacofonías. Necesitas tres o cuatro aspirinas y quinientos miligramos de vitamina be. Te sientas al piano, el viejo piano Schimmel vertical que tu padre te regaló, un compromiso con la historia. Tocas un minuet cuando Haifetz termina y sientes que el sábado es un día sagrado. Todo es posible, incluso con esa resaca y esa soledad, y ese remordimiento de no haber logrado nada, de no haber conmovido a nadie, de no haber encontrado una melodía original que agregue algo a Satie, y ni siquiera a Musorgsky.
La calle pulula de compradores indecisos, de revendedores disfrazados, de carteristas más o menos disimulados. Y , de pronto, aparece la chica de anoche, la nueva, con un vestido primaveral y la sonrisa ingenua estampada en su cara, como si fuera un tatuaje. Vestirse de prisa y bajar, al diablo con la música, el arte y la historia.



Helena regatea por el colchón. Le están pidiendo el doble de lo que puede pagar. De pronto, desde un tenderete cercano, que exhibe instrumentos musicales, comienza a llegar una melodía antigua, oriental, y la gente se aglomera para oirla. Helena se siente atraída y se aleja del vendedor de colchones. Este la sigue y le suelta un precio cercano al que ella había sugerido. Ella insiste en su oferta, sin mucho énfasis, y él acepta.
Guillermo se concentra en los acordes de Rimsky Korsakov, en tiempo de swing, y la descubre de reojo en la multitud. Un árabe la persigue , con una calculadora en la mano y argumentos de porcentajes, descuentos, o algo parecido.



Sábado en la noche. La otra mesera no ha venido, por lo que todo el trabajo , y todas las propinas, si las hay, serán para ella. Cuando el set de música comienza, los pedidos bajan, hay un descanso. El Barman la mira buscando conversación, Mario la supervisa, y de pronto entra Roque, que se sienta en el bar junto al policía.
Lo que faltaba. Está ansiosa de que termine el set para buscar apoyo en el pianista. No porque crea que hará frente a los ataques silenciosos de sus admiradores, sino porque es bueno morir en buena compañía.
No se da cuenta de que la música ha cesado porque de inmediato la grabación la reemplaza. Está en la barra reclamando un pedido y Roque se acerca. Pero no ha podido decir una palabra cuando el bajista - se presenta como “Luis El Diablo”, un negro de casi dos metros de altura- le anuncia que Guillermo llegará en un momento. Roque se paraliza, Helena recoge el pedido y sale de inmediato a entregarlo.




La noche se endereza a medianoche, le dice Mario de pasada, camino a su lugar, en la oficina que domina el bar desde la altura discreta de cuatro escalones que la separan del resto. No está ajeno al incidente, no está ajeno a nada de lo que pasa en el local. Helena se pregunta si ha despertado una simpatía instantánea en él o si se trata de un estilo, una política de defensa de su personal de esas que se aprenden en los libros de gerencia. Si no fuera porque es gay, lo consideraría apuesto. La nariz más fina que la mayoría de los de su raza, la mirada penetrante que a fuerza de penetrar parece inteligente. No tiene mucho tiempo para considerar el asunto. Ha llegado un nutrido grupo de clientes. Cuatro tíos y cuatro mujercitas, muy acelerados, que piden a gritos bebidas fuertes.
Ha llegado también, en solitario, un chico muy joven, grandote como un bebé nacido con sobrepeso. Rubio, de ojos muy claros, con cara de ensimismado y silencioso, que se sienta en el bar cerca del policía. Pareciera que se conocen, porque el policía se le acerca y le dice algo al oído. El muchachote no está muy feliz con el encuentro. Se aparta y pide algo al barman. Es increible la cantidad de cosas de las que uno se entera sin tener apenas tiempo, ni curiosidad, por observar a los participantes del juego.


La cosa sigue casi sin variantes hasta las dos. El último set de los músicos ha terminado hace rato, pero ellos están allí todavía. No sabe si beben a cuenta de la casa o si no tienen a dónde ir a esas horas. Los tres juntos, riendo de anécdotas viejas o de ocurrencias de alguno de ellos. Los del grupo ya han pedido la cuenta. A parte de ellos van quedando sólamente una pareja de turistas, el muchachón, el policía y los artistas.


Para Helena es hora de entregar el turno, aunque no haya a quien entregárselo. Mario se acerca y le suelta un “se te agradece”, que puede significar cualquier cosa. Helena sabe que es nueva, que tiene que hacer méritos, que los locales como ese pueden facturar tanto en la última media hora como en toda la noche. Y se sobrepone al dolor de espalda y al cansancio. Alguien pide mas música. El Diablo cruza una mirada con el patrón y los tres ejecutantes vuelven a ocupar sus lugares frente a los instrumentos.
Parece un estándar, pero de pronto Guillermo comienza a explorar unas armonías inusuales, como febriles, pero clásicas a la vez.
El joven grandote grita algo, nadie le presta mucha atención. Hasta que suena el disparo, y todos se percatan de que tiene una enorme pistola en su mano izquierda.


Como ataque de batuta es un poco exagerado, piensa Guillermo que se ha tragado ya cuatro ginebras. Observa la escena con mirada de filtro y analiza la extraña posición del joven que está sentado en la barra, cerca del hombre de la gabardina, que parece estar allí desde siempre, aunque él nunca haya estado totalmente conciente de su presencia.
La reluciente pistola apunta al techo, es , sin duda un símbolo fálico. Tiene ganas de reir y mira a Luis El Diablo y a Oscar , el baterista. Nunca los ha visto tan pálidos. parece que no hay motivo de broma. Todos están muy serios. Busca con la mirada a Helena, la nueva, y la descubre paralizada cerca de una mesa ocupada por una pareja de turistas, con los ojos fijos en el dueño del arma.


Ella podría buscar auxilio en Luis El Diablo, aunque fuera por su tamaño, o en Mario, que debe tener recursos para manejar situaciones como esa. Pero su pensamiento instantáneo apunta a Guillermo, el pianista desgarbado. ¿Por qué? Será porque la vida es una mierda y siempre nos equivocamos respecto a ella. Lo cierto es que se ha quedado con la bandeja de cocteles turistas en la mano, sin saber qué hacer. El pianista parece observar el asunto con mirada de idiota. Todos los demás, incluyendo al policía tienen cara de pánico.
Helena decide jugarse la vida y deposita la bandeja sobre la mesa más cercana. No pasa nada , el hombre del arma no se fija en ella. Su atención parece estar tomada por el eco que el disparo distribuye por el espacio lleno de humo desde el techo sucio del bar.



Sin que nadie sepa por qué, el pianista comienza a acariciar de nuevo las teclas. Es una tonada suave, meláncólica. Sólo él sabe que es el Claro de Luna de Debussy. El joven del arma parece esbozar un sonrisa boba, baja el arma, se lleva a los labios la copa con la otra mano. Todos esperan que suceda algo. Mario comienza una frase, tímidamente, pero el chico le hace señas de callarse.
Estoy escuchando música, dice. Tenía tiempo que no escuchaba música.

Guillermo desarrolla el tema, tropezando un par de veces, y al final de la eternidad concluye la pieza. El chico dice bravo. Todos aplauden, como estúpidos. El chico pide otra copa. Mario intenta hablar otra vez. Dice algo sobre no tomar en cuenta el incidente, guardar el arma, irse a dormir. No tenemos sueño, dice el chico. La estamos pasando bien. Quiere que todos se sienten en una misma mesa, con el arma hace una seña y señala un lugar. Traen sillas, obedecen. Tú también le dice al barman, pero tráete unas botellas, vamos a brindar.



Tú no, le dice a Guillermo, sigue tocando. Si quieres un trago lo pides.
El pianista sí quiere un trago. El barman se lo acerca. Bebe y comienza a tocar un blues.
El muchacho levanta su copa, desde el bar. Lo imitan. Parecen un grupo de viejos amigos celebrando algo. ¿Qué estamos celebrando? La voz de Helena no sobresalta al tipo. Sonríe y dice: Me llamo Johnnie ¿Y tú?


Ese, señala al hombre de la gabardina con cara de policía, es mi siquiatra. Estoy celebrando que me ha dado de alta, estoy curado. ¿No es verdad, doctor? El hombre asiente, con gravedad, tal vez algo de vergüenza. La chica turista comienza a llorar. Nadie se atreve a consolarla. El tío que anda con ella la observa, pero no hace gesto alguno. Vamos, dale ánimo a tu amiga, dice Johnnie. El hombre obedece, como un maniquí que cobrara vida, y acaricia el cabello con la punta de los dedos rígidos. ¿Cómo te llamas? Dino. ¿Y ella? Lucía. Bien, Dino, tómate un trago y relájate.

¿ A ver? ¿Quién falta por presentarse? Uno por uno , todos van diciendo su nombre, Enrique, el barman, Lalo, el baterista, Guillermo, Francisco Ruiz, el doctor, Helena, Luis, el diablo. Mario.
Ya todos nos conocemos.



¿Alguien tiene alguna pregunta? Luis El Diablo levanta la mano. ¿Qué quiere de ellos? ¿Por qué los tiene secuestrados? Mario ha propuesto que los deje irse y que todo el asunto se olvide… Si la policía llega…
Sólo quiero un poco de compañía. Y no vendrá la policía, conozco bien este barrio. A menos que ustedes la llamen.


La tristeza- exclama- Lo que soñaba que el mundo sería. Lo que sería yo. Lo que haría, lo que lograría, los honores, los aplausos, la sonrisa de complacencia y orgullo de los que me quieren. Los que me quieren: unos han muerto, otros han envejecido, de otros me he distanciado, algunos han desaparecido, no sé nada de ellos. ¿Qué se hicieron los rostros amables que sonreían a mi alrededor cuando era un niño? Me apoyaban, creían en mí. Yo también creía en mí. Y en Dios, en la vida, en el final feliz, en la magia, en el ángel de la guarda. Hoy todo eso es sólo ingenuidad perdida, miro los ojos de los niños, llenos de esa ingenuidad y me pregunto cuánto faltara para que la pierdan. Para que lleguen las "duras lecciones" con que la vida nos va mutilando lentamente, nos va despojando de esa inocencia que hacía que vivir fuera algo digno de ser . ¿Quién es el cruel maestro que nos imparte esas duras lecciones? ¿ Dios, el tiempo, la sociedad, la naturaleza? ¿Nosotros mismos? Lo que sé es que siento una enorme tristeza, una enorme frustración, un enorme desencanto. Me siento burlado, traicionado, violentado, robado. Me robaron la alegría, la esperanza, la fe. Me engañaron. Siento dolor, un dolor que no es merecido. Y no logro siquiera ver el rostro de mi agresor, no hay reivindicación posible, ni venganza posible, y no me basta con decir que "es la vida", como dicen todos los que se resignan. No puedo resignarme, necesito combatir con quienquiera que sea el que me quitó lo que más quería. No puedo verlo como un amigo o un maestro, no encuentro la enseñanza que algunos dicen que está contenida en el dolor. El dolor es sólo dolor, la muerte es sólo muerte, y justificarlos con un supuesto interés superior es obligarse a creer en una mentira. No creo en el consuelo, los pañuelos no secan las lágrimas, sólo las disimulan.
La tristeza. La proclamaré como bandera, combatiré la risa y la alegría, no tengo razón alguna para estar alegre o para reir. La vida no es incomprensible , ni misteriosa, la vida es simplemente una mierda. Es injusta. Y si me ha dado cosas buenas, me ha quitado otras mejores. No la perdono, no me basta saber que hoy puedo reir por un momento cuando sé que mañana estaré llorando de nuevo. Que tengo algo que me satisface cuando hay millones que sufren al mismo tiempo. Entiendo a los que se matan, no quieren dejar que la muerte llegue como a la vida le dé la gana, a traición otra vez, para volverlos a humillar y a violentar, sin pedir permiso, sin explicarse, sin dar oportunidad de defenderse.



No se va a suicidar, aclara el siquiatra. Es sólo una crisis, la superará.
El muchacho está llorando ahora. El siquiatra le quita la pistola, todos se sienten aliviados. Los turistas se levantan, todavía la chica está temblando, y se dirigen a la puerta. Mario los acompaña. Mientras Helena recoge las mesas y el barman limpia la barra, Guillermo ensaya un tema melancólico. A Helena le gusta, mira a Guillermo y le sonríe, tendré que hacer algo para que deje de beber. El psiquiatra y su paciente se están yendo. Luis El Diablo le da al chico una palmada en la espalda.



Ha accedido a tomarse un café con Guillermo. Quiere que él la acompañe hasta su apartamento, pero para eso tendrá que cortarle la borrachera. En la cafetería de 24 horas se sientan frente a frente en una mesita del fondo, y Helena lo observa con atención, mientras él bebe a sorbos el café infame, demasiado caliente, y se ríe de si mismo. Me conmovió lo del muchacho, dice ella. Sí, responde él, tratando de despejar la niebla. Tu música lo calmó, fue un lindo gesto. ¿No estabas asustado?
No , estaba pensando en ti, estaba tocando para ti.
Ella le acaricia la mano. ¿Sabes? En mi casa sólo hay un colchón y una silla.
¿Quién puede pedir más a esta hora? , pregunta él. Pide otro café. Siempre me he preguntado por qué a las mujeres les desagrada tanto un hombre ebrio. A mí las mujeres ebrias me producen gracia. Eres muy lindo, responde ella. Los hombres ebrios se quedan dormidos encima de una, hacen ruidos desagradables, vomitan, se ponen feos.
¿Incluso si los amas? Más aún cuando los amas. Una quiere que el hombre que ama sea lúcido, varonil, fuerte. Los ebrios son débiles, no sé cómo explicártelo.
Además, me gusta que me hablen, y los borrachos no hablan bien, me dan tristeza.



El se sienta en el colchón. Ella se desviste con naturalidad, como si estuviera sola en casa. El no sabe si observarla o dejarla hacer, al fin se levanta , se acerca a la ventana y contempla la bahía. Una embarcación pequeña avanza lentamente hacia la rada. Quién se fuera en ese barquito, dice en voz alta. Ella se le acerca y le pregunta si le gusta el mar. Quisiera vivir en un gran barco. Podríamos conseguir trabajo en un crucero, responde él mientras acaricia su cintura.

Ella lo besa. Piensa un momento en Erasmo, tengo un karma con los artistas. Caen al colchón y ella lo desviste sin prisa. Cuando sólo queda el calzoncillo él empieza a besarla en el cuello. Los penes son artefactos extraños, piensa ella mientras lo acaricia y va observando como crece, una prolongación más que un órgano, como un cordón umbilical que se hincha y se deshincha.


Han dormido abrazados. Siempre es así la primera vez, piensa ella mientras prepara el café en la hornilla eléctrica que le compró al árabe. Cuando él despierte querrá hacerle el amor otra vez, y le dirá que quiere volver a dormir con ella esa noche, todas las noches. Debe ser muy agradable para ellos sentir que ese cuerpo les pertenece, que se han convertido en sus dueños. Que estará allí cada vez que lo necesiten para inyectar el fluido, con total ensimismamiento, en absoluta soledad. Extensiones de sus cuerpos con las que acoplarse para sentirse completos por un momento, para luego volver a ser una pieza de rompecabezas aislada, perdida.
Y a ella le gusta ser eso, algo imprescindible, como una droga sin la que no pueden vivir.



¿Dónde estoy? Ha abierto los ojos, pero el cuerpo continúa dormido. El resplandor. En su casa no hay una luz tan intensa: la ventana sin cortinas, eso es. ¿Y ella? Esta allì de pie, completamente desnuda, haciendo algo en la mesa de la cocinita, es hermosa. Parece una pintura. Es suya, ahora recuerda, ahora logra separar los recuerdos de los girones del sueño. Estaba dirigiendo una orquesta, era una filarmónica. Las cuerdas desarrollaban una fuga frenética, de pronto, sobre el escenario comienza a llover. Todos siguen tocando, como si nada, y él dirige, empapado... la percusión, los vientos, el escenario se inunda, la música se hace más intensa, tormentosa.
El olor del café. Se incorpora. Ella se acerca y le extiende la taza, está sonriente. El sorbe sin atreverse a decir nada, sólo la observa, siente que comienza a tener una erección. Se levanta, deja la taza en el suelo, atrae la silla, se sienta y la toma a ella de la mano. Se acerca, se sienta sobre él, como un jinete.



El muelle. Las embarcaciones se balancean levemente, como palomas en un palomar, el mar susurra. Caminan tomados de la mano. Soy una novia, éste se va a enamorar de mí. Me pedirá que vivamos juntos, como Erasmo.


7.

Roberto Ruy Ponte, presidente de la firma Ruy, Caballero y Mejías, respetado escritorio de abogados de G., llegó a su casa esa tarde a las siete menos cinco.
Abrió la puerta de la cochera con el control remoto, estacionó su mercedes benz, salio de él y , después de entrar en la mansión, se dirigió al bar, donde se preparó un whisky.

A los pocos minutos apareció su madre.

- Haz tus deberes, hijo. Primero la obligación y después la diversión.

Roberto la miro y le sonrió, sin decir palabra . Bastó con esto para que su madre se acercara y se sentara en un sillón.
- Tu padre, que en paz desacanse, decía siempre: O haces las cosas bien o mejor no las hagas. Tienes una reputacion que cuidar, hijo, una posición respetable en la sociedad que no puedes desmerecer. Haz tus deberes.
Con esto dio por declarada su sentencia y se marchó.

El abogado abrió su portafolio de cuero negro, marca Gucci, que su progenitora le había regalado en su último onomástico. Sacó de él los legajos del caso Bryamte y se puso a trabajar.


- Hay que beber con prisa, pero sin pausa- dijo Alberto Ruy, hermano del famoso abogado penalista.- Que sea la oveja negra de la familia no quiere decir que no haya heredado la metodología paterna.

Vació de un trago la copa y levantó la mano, para pedir otra. En el Bar del Encanto lo conocían bien: dejaba las mejores propinas y no ensuciaba demasiado los lavabos. Dos vómitos en una semana estaban muy lejos del récord.

Eran gemelos univitelinos. Habian nacido el dos de junio al amanecer, con seis minutos de diferencia. Un astrólogo había dicho de ellos: nunca he conocido geminianos tan absolutos.



Rosa Rojas, en cambio, era del signo sagitario, su andar de yegua la delataba de inmediato.

Fue Alberto quien la vió primero. Ella estaba sentada en la terraza del Café del Angel cuando el entró, buscando una cerveza tempranera para apaciguar la resaca de la noche anterior. Sola, leyendo su diario con un café que se enfriaba delante de ella sin prestarle la menor atención.
Fue tal vez un titular de primera página o el título dellibro que asomaba del bolso, el hecho es que Alberto tuvo ocasión de dirigirle la palabra para hacerle una pregunta, y la magia se dio. No hay malos trucos para ligar a una chica, hay malas chicas , o tipos incompetentes.
- En resumen - comentaba esa noche Alberto en el bar- no es lo que se hace, sino cómo se hace.
Estaba muy contento de haberla conocido, y de tener ya un teléfono y una cita, por lo que festejaba de antemano su éxito de la única manera que cabía festejar: embriagándose.
Su hermano lo llamó por teléfono a la mañana siguiente, lo despertó, por supuesto.
-Me dicen que andas flirteando con una empleada mía: Debo advertirte que…
Alberto colgó. Las advertencias de Roberto solían ser más largas , más fastidiosas y más inútiles que las de su madre; aquello de que el discípulo supera al maestro: y a la maestra, ni hablar.

Así que acudió a su cita sin prestar atención alguna a la llamada y logró los objetivos de la primera escaramuza: la hizo reír, la conmovió con un poema; ya había tomado su manitas entre las suyas cuando apareció Roberto, de gran sonrisa y corbata de lunares, que extendió la mano en posición perpendicular a las de ellos.
- Gusto de verlos. ¿ Los atienden bien? El dueño del restaurant es cliente de la firma, cualquier cosa que…
- No necesito que me lo digas, hermanito, yo también soy socio ¿Recuerdas?
Roberto estiró aún más su sonrisa y , dirigiéndose a ella, dijo con cortesía:
- Me encantaría verla esta tarde en mi oficina, tengo un comentario que hacerle sobre el caso de la compañía francesa ¿Cuál es el nombre?
- Deboeuf et fils
- Exactamente, la espero a las cuatro.

Media vuelta, cortés y elegante, y de nuevo a su mesa, donde una rubia estilo Barbie abogado lo esperaba ansiosa.

- Te quiere birlar la conquista, es más que evidente – decía Paco Mendes, el poeta del barrio- ¿Me invitas otro?

Alberto asintió, encendió un cigarrillo y observó el póster de Jimmy Hendrix, que se pudría lentamente en la pared del bar.

Pensaba en la tragedia de ser gemelo.


Las cosas avanzaron y Alberto llevó a Rosa a dormir con él en el estudio de pintor que tenía en la ciudad vieja. A la mañana siguiente tuvieron el primer altercado.
Mientras intentaba en vano hacer que saliera agua caliente de la ducha, Rosa gritó:
- No sé por qué te castigas de esta manera. Vives en un cuchitril, mientras tu hermano disfruta de la mejor mansión de la ciudad.
Alberto abrió la puerta del baño , contempló la gloriosa figura desnuda de su amante y respondió amargo:
- Ya la has conocido, supongo.
- Me invitó a tomar un trago ayer por la tarde, era para discutir un asunto de trabajo. ¿Estás celoso?
Por toda respuesta , Alberto tiró con fuerza la puerta y , después de calzarse unos mocasines y colocarse un abrigo sobre el pijamas salió, con rumbo al bar más próximo.



- Tu hermano Alberto tiene un grave problema con el alcohol, deberías tomar cartas en el asunto – dijo Madre en la cena.
- Tengo bastante ocupación con mis propios problemas- respondió Roberto.
- También me han dicho que sostenéis rivalidad por una abogadilla. De antemano te informo que no te conviene.
- Pienso casarme con ella, Madre.
- Entonces procura que deje de acostarse con tu hermano.

Dicho esto, la gran dama se retiró , con su sonrisa cordial de las buenas noches.


Se casaron en la catedral, y la ceremonia fue oficiada por el Obispo. Madre vestía de blanco, como si fuera ella la novia. Alberto llegó tarde, bastante ebrio, pero no hubo escenas que lamentar. La luna de miel –New York, Hawaii, Venecia- fue suficientemente larga como para que Rosa se arrepintiera de haberse casado y demasiado corta como para que se planteara divorciarse. Al regreso, los recién casados ofrecieron una fiesta a todo dar, con proyección de video del viaje, orquesta de Jazz y todo lo demás.

Rosa y Alberto coincidieron por azar en la biblioteca. Frente a una copa de cognac, el gemelo del marido leía a Baudelaire.
- Se te ve feliz – dijo sin levantar la vista del libro.
- Sabes que no lo estoy; tu ironía me hiere.
- No es una ironía, es una proposición.
- Deshonesta?
- Tout à fait

En la intimidad, Alberto hablaba siempre en francés. A Rosa le gustaba, había pasado un par de años en Francia, cuando niña, y la melodía del idioma le traía bellos recuerdos.
Se dieron un beso largo, dulce, pecaminoso, y desde esa noche se vieron todos los miércoles en el estudio, como cuando eran novios.


0ooooooooooooo

Alberto se levantaba temprano y se iba a la ciudad. A las 11 , se tomaba un aperitivo en la terraza de un café y escribía algunas líneas. Por lo general, una chica bonita lo distraía de la escritura. Se ponía a mirarla y, a veces, le enviaba un poema escrito en un pedacito de papel, doblado para formar un barquito. Tenía muchas amantes ocasionales; cuando la poesía no alcanzaba, las tarjetas de crédito venían en su ayuda.
Nunca trabajó. Cuando Pepe Mendes le preguntó por qué no lo hacía respondíó sin pensar:
- Mi hermano lo hace por mI, así ha sido siempre.

Con el alcohol, sus hábitos sexuales fueron relajándose un poco. Le gustaban las jovencitas, pero igual se iba a la cama con una dama mayor y, a veces se preguntaba cómo sería la experiencia de hacerlo con un muchacho.
En todo caso, su líbido no hallaba reposo nunca. Soñaba con hazañas poéticas y artísticas, con tener un harem, con incendiar la ciudad o producir un virus en internet que infectara todas las computadoras del planeta con un mensaje revolucionario, que destruyera para siempre las costumbres aburridas de la época. El mundo debería ser una fiesta perpetua. Un Carnaval de Venecia en que cada noche se redescubriera el amor y se reinventara la vida. Nadie debería trabajar nunca.
Con Rosa, su relación era ambigüa, confusa. Sabía que ella amaba en él las virtudes de su hermano y en su hermano las de él.
Hubiera querido que Roberto fuera poeta o que él fuera un empresario exitoso. Al no lograrlo, se prohibía a si misma la búsqueda de un personaje que los contuviera a ambos. Tall vez porque pensaba que no existía. También estaba el tema del niño. Cuando quedó embarazada, no se preguntó ni una vez de quién podía ser su hijo. Daba por sentado que ambos hermanos tenían la misma responsabilidad en el asunto.Pero la palabra responsabilidad era exclusiva de Roberto. Alberto brindó; levantó un horóscopo y pintó un cuadro para el cuarto del bebé, mientras su hermano hacía cuentas sobre los gastos de la clínica, la educación y el futuro
Ella necesitaba las dos cosas, pero detestaba las borracheras de uno y la frialdad del otro. Un día decidió abandonarlos.
- Me voy, le dijo a Alberto- No soporto más tus infidelidades.
- Tú me eres infiel todas las noches y yo no digo nada – respondió Alberto bastante ebrio.
- Y tampoco aguanto tu alcoholismo, me repugna tu aliento.
- Te propongo que te cases con mi hermano, él siempre huele a listerine. Pero me imagino que si ya lo hiciste una vez no cometerás el error de nuevo.
- Mi error ha sido conocerlos.
- O nacer – replico Alberto encendiendo un cigarrillo.

Ella exigió la mitad de todo y se fue con su hijo a Paris. Allí conoció a un joven próspero, guapo y culto que se hizo cargo de ella.



8.

Todo parecía referirse al pasado, un pasado remoto y extraño, de improbable existencia y que, sin embargo, había dado origen a aquel momento . Amelia, por ejemplo.
Cuando la vió por primera vez allá, en la casa del tío Ernesto, notó que sus manos eran pequeñas y frágiles, como pájaros gemelos que se posaban por un instante en la mesa para cortar el pan o servir el vino rojo en las copas, pero que luego volaban inquietas porque no sabían estarse detenidas y debían hacer algo nuevo a cada instante. Era más fácil recordar las manos que el rostro, aunque la memoría podía servirse de las fotos que aún guardaba en un álbum escondido en el armario. Las fotos y el poema que escribió en secreto y que luego ella encontró, con sus manos blancas, temblorosas.
Ernesto dormía la siesta en la tumbona, al lado de la piscina, y Amelia pasó junto a él sin mirarlo para dirigirse a la casa, donde Camilo se hacía el dormido en la hamaca. Ella traía la hoja de papel abierta, sin ningún pudor, porque sabía caminar sobre ascuas sin quemarse, como una diosa a la que nadie jamás se atrevería a preguntar por el sentido de alguno de sus actos.
Se detuvo junto a la hamaca y dejó caer la hoja sobre la cara de Guillermo, que fingió despertar, y luego pasó una pierna sobre él, para quedar a caballo sobre su torso.
Entonces él descubrió que no tenía nada bajo la falda larga , de flores azules.
No cruzaron palabra. Ni aquel día ni otro alguno, ni en las noches siguientes cuando ella entraba descalza como una fantasma en el cuarto de Camilo que seguía haciéndose el dormido, porque así sentía mejor la caricia de las manos que desabotonaban, quitaban, movían, hacían, limpias y hacendosas.
Se hacían el amor a oscuras, sin prisas, con minuciosidad y en silencio: Ella dejaba la puerta abierta para que entrara la brisa de la noche, que traía el sonido del mar y los ruidos de la casa. Si alguien hubiese subido por las escaleras de madera lo habrían escuchado de inmediato.
-La mejor forma de guardar un secreto es no guardarlo- le había escuchado decir en el almuerzo, cuando Ernesto contaba un historia familiar acerca de un hijo ilegítimo del abuelo, y Amelia acariciaba con su pie derecho la rodilla de Camilo, bajo el mantel almidonado que casi rozaba el piso.
De pronto. Ernesto interrumpió el relato y dijo:
- Este mantel es demasiado grande para esta mesa.-
Entonces Camilo notó que Amelia levantaba la pierna izquierda y colocaba el otro pie entre las rodillas de su esposo, que sonreía y retomaba su relato.
Fueron días calurosos. El mar reverberaba y los botes pesqueros temblaban en el horizonte como espejismos mientras Ernesto sacaba melodías ancianas de la guitarra y Camilo leía, sin leer, atento a la voz dulce de Amelia que tarareaba desde la cocina, mientras cortaba cebollas y lloraba de puro gusto.
Camilo se levantaba y entraba en la casa, simulando dirigirse al baño. para pasar junto a ella y beber por un instante las lágrimas saladas, atento a la guitarra. Levantaba la falda y sentaba a la mujer de su tío sobre su regazo, apoyado sobre el estante de cemento donde colocaban las verduras. Si la guitarra se detenía aguantaban la respiración y esperaban. La voz ronca de Ernesto se escuchaba con su frase invariable:
- Amelia, trae más vino.
- Enseguida, cariño.
Y seguían forcejeando, con más apremio, mezclando los sudores y el olor a cebollas, mientras el agua hervía en la cocina.

No hubo despedida cuando Camilo regresó a la ciudad para continuar las clases. Ernesto dijo sólo "vuelve", mientras Amelia, tomada de su mano frente al portón, sonreía . La brisa agitaba la falda larga de flores opacas y Rocco, el perro mastín , la acechaba con mirada miope.
En el autobús, Camilo intentó reproducir la estampa con carboncillo y después tiró la hoja por la ventana para que el viento le diera un paradero que él no hubiera sabido hallar.

Ernesto murió dos años después. En el velorio Amelia tomó la mano de Camilo con las suyas, frías y húmedas, mientras lo miraba sin palabras. Estaba muy delgada y el traje negro le daba un aspecto de niña huérfana, o de religiosa: era una viuda perfecta, a pesar de que sus ojos no vertieron lágrimas. El llanto parecía estar en su boca, que por primera vez no sonreía. Camilo manejó la vieja camioneta de regreso a la playa e intentó inútilmente hacer que Amelia hablara. Parecía como si las palabras, que antes estaban de sobra, estuvieran ahora cumpliendo el luto junto a las manos, que ya no se movían. Dormían sobre las rodillas, más blancas que nunca sobre la falda negra: eran dos pájaros desmayados en una noche sin estrellas.

La casa estaba sola, cerrada y polvorienta. El sol caía sobre las colinas . Rocco los vió llegar sin levantar la cabeza hundida entre las patas. Amelia abrió y se dirigió a la alcoba. "Ven", la oyó decir Camilo, " quiero darme un baño".
Era el único lugar de la casa en el que nunca habían entrado juntos. El piso era de piedra y la ducha estaba ubicada junto a un gran ventanal que daba sobre los riscos, con el mar al fondo. Amelia puso a correr el agua caliente y Camilo la vio deshacerse de la ropa y tirarla en un cesto. Se colocó bajo la ducha y cerró los ojos, parecía rezar. Sin abrirlos, buscó el jabón y tendió la mano con él en dirección a Camilo. Este se acercó, sin desvestirse , y fue enjabonándola despacio, centímetro a centímetro, con la dedicación de quien limpia una escultura preciosa.
Cuando ella salió y buscó la toalla, Camilo se quitó la ropa empapada y fue tras ella al armario. Amelia le entregó una bata de Ernesto y se sentó a peinarse frente al espejo. "Hay cigarrillos secos en aquel cajón". dijo señalando un mueble. El obedeció y encendió dos. Ella tomó el suyo y miró a Camilo en el espejo.
- Te has hecho un hombre- comentó con el primer asomo de sonrisa.
Camilo se quedó de pie. Su imagen le recordó el boceto en carboncillo: Ernesto llevaba esa misma bata aquel día.


Durmieron juntos sin tocarse. Esa y las noches siguientes. Hacía calor y a pesar de que se acostaban desnudos, con las ventanas abiertas, despertaban sudados. Ella abría los ojos y se quedaba inmóvil, mirando el techo, hasta que él llegaba con un tazón de café.
- Ernesto nunca quiso poner aire acondicionado- dijo un día.- Le gustaba el olor de mi transpiración.
Camilo Levantó la vista del cartón sobre el que dibujaba el cuerpo de Amelia y vio cómo se recogía el pelo con una cinta amarilla. Un pájaro se posó en la ventana. Desde el jardín llegó el ladrido del perro.
- Mi hermana viene a pasar unos días con nosotros- agregó Amelia- Puede que esté llegando.-

Se llamaba Rita y debía tener un par de años menos que Amelia. Era más menuda y mucho menos amiga del silencio. pero tenía los mismos ojos oscuros y las mismas manos pequeñas e inquietas.

Sentado en la butaca frente a la ventana que da sobre la bahía, Camilo fuma, veinte años después. "Es el título de una obra de Dumas" piensa. "Que nunca leí" agrega. Fue un sesentero y ahora es un sesentón. Como era Ernesto en aquella época.


9.

Velero Alouette , noche. Louise y Jean Paul maniobran en altamar bajo fuerte tormenta. El radio está averiado, el sistema eléctrico falla. Los cálculos indican, sin embargo, que están cerca de la costa. En el momento más crítico perciben, a lo lejos, la luz de un faro. Es raro, dice Jean Paul, que no esté reseñado en el mapa.
La planta alta del faro es una sala circular con pocos muebles, muchos libros y algunos instrumentos: radar, radio, etc. A través de un gran ventanal Víctor contempla el mar embravecido. De vez en cuando vuelve a la lectura de un libro. Está escuchando, a traves de un c.d. player La Flauta Mágica .
Amanecer. Ha amainado la tormenta y el velero se encuentra encallado en un arrefice desde el que se divisa el faro. Louise y Jean Paul caminan por la playa en dirección a éste.
Pleno día. sol radiante. En el interior del faro, Louise, Jean Paul y Víctor conversan animadamente, sentados alrededor de una mesa donde han desplegado un mapa de navegación y se ven restos de desayuno.
Víctor explica que el faro, de muy antigua construcción, estuvo inhabilitado por más de cincuenta años, en razón de su escasa utilidad. Cinco años atrás, Víctor lo compró y lo remodeló como vivienda.
La zona es poco poblada y el acceso es difícil, tanto por tierra como por mar. Les ofrece pedir auxilio por radio, pero les advierte que es poco probable que nadie llegue en menos de dos o tres días.
La pareja, resignada, comenta que acamparán en la playa cerca del barco. Víctor se niega a dejarlos a la intemperie: Hay espacio suficiente para ellos en el faro. Al final aceptan: están agotados por la noche de maniobras.
Víctor les sugiere que tomen un baño y se acuesten. El se ocupará de pedir socorro. Bajan por una escalera de caracol al piso inferior y Víctor les conduce hasta el cuarto de huéspedes; una habitación grata, amplia, con vista a la playa.




Es de noche. Víctor está fumando una pipa cuando Louise y Jean Paul aparecen. El les dice que los estaba esperando y los sorprende con una suculenta cena.
En la sobremesa, comenta que ha avisado al guardacostas y le han prometido enviar una embarcación el día siguiente, con un equipo de mecánicos. Si no logran reparar el velero los llevarán hasta el puerto más cercano.
Los jóvenes están enormemente agradecidos.


10.
Es difícil pensar cuando uno tiene un cadáver delante y una pistola humeante en la mano, pero uno piensa, de todas maneras. Más bien es una avalancha de imágenes que se agolpan para entrar en cuadro como extras en un documental. Y si la conoces - me refiero a la muerta- como yo la conozco, o la conocí, las imágenes son aún más penetrantes, por decirlo así, porque la ves de frente y de perfil, con ropa y sin ella, el día que la conociste y el primer día - o noche - en que gimió cuando le tocaba hacerlo, para orgullo tuyo, o mío más bien, y para que sintieras que te amaba. Esa palabra que detestamos los hombres cuando somos objetos de la pregunta pero que nos deleita cuando la referencia es casual o indirecta, como en este caso.
Lo cierto es que el disparo no se siente. No hay cámara lenta ni música de fondo cuando el cuerpo cae y rebota contra la pared . Presiento que la víctima tampoco siente nada: es demasiado rápida la herida, y la muerte y todo lo demás. No hay tiempo para despedirse ni hacer balance ni para que la vida discurra en la memoria del aspirante a difunto como un noticiero institucional. Se dispara y ya, se muere y ya. Lo demás queda para el asesino, es decir para mí, porque soy el que aun puede sentir dolor, y arrepentimento, aunque no sea el caso. Porque si la mato, no es por error ni por impulso, lo tengo pensado, y bien pensado. Las consecuencias no se piensan, Por eso no logras nada hablando de ellas, como no logran nada las campañas de preservativos. Las consecuencias no te pertenecen, son del azar. ¿Alguien pensó alguna vez en cómo se comportaría su hijo cuando tuviera dieciocho? Si lo hubiera hecho, jamás habría siquiera mirado el rabo de la tipa, porque, a decir verdad, hay que ser pitoniso, cuando menos.
Uno piensa en lo que pasará enseguida, unos minutos después. Hasta ahí llega el pronóstico. Pero como la experiencia dice que ningún pronostico se cumple, y que todo es sorpresa, uno termina por decidir que no pensar es preferible. Y entonces le das un tiro en el pecho y que Dios diga qué viene después.
Corres. Lo primero es correr.Aunque te quedes en realidad detenido allí, paralizado, como un idiota. Pero si tienes el plan escrito en un papelito, en clave, y lo llevas en el bolsillo, te basta pensar en eso para darte cuenta de que debes pasar de inmediato al siguiente punto. Atraviesas la casa, sales a la calle y subes al auto. Enciendes el motor, aceleras, te alejas.
La vida ha cambiado de pronto. Nada se parece a lo que era unos minutos atrás. La misma calle es una calle distinta y yo corro por ella en un carro diferente. Yo soy otro, llevo en mí un recuerdo que nunca antes había tenido. Lo que fue imaginado ahora es un hecho. Te estás repitiendo, estás diciéndote tonterías. No es más que filosofía barata, porque tú no eres un filósofo, apenas un asesino debutante, confundido, que tiene que pensar sólo en el siguiente paso de la lista: el aeropuerto, el avión.
A mediodía ya estaré aterrizando y esta misma noche pasearé por las calles de una ciudad nueva. Entonces sí que seré otro. Entonces sí tendré tiempo de recordar, de hacer filosofía, de escribir todo esto que estoy viviendo, aunque sea para llevarlo en el bolsillo y sacarlo de vez en cuando, o leérselo a una tipa a la luz de un velador de motel en una carretera de Missouri, o de Tennessee. ¿Cuál queda más al sur? Menos mal que llevo el mapa en el estuche, junto al pasaporte y los boletos. Me lo voy a aprender de memoria, lo conoceré mejor que los propios gringos. Voy a poder decir que nací en Brooklyn y que mis padres me llevaron de pequeño a Venezuela. ¿Dónde queda eso? me pregunta ella. Y yo le cuento maravillas; el petróleo, las selvas, las mujeres fogosas. Y después le cuento que un día decidí volver a mi tierra natal, a recorrerla de punta a punta para conocerla bien. No, no trabajo, me dedico a pasear, tengo mucho dinero en el banco y vivo de las rentas. Escribo, para no aburrirme. Historias policíacas, como ésta que traigo aquí. La estoy corrigiendo para enviarla a una editorial.
El protagonista es un joven recién graduado en letras. Vive en Caracas, la capital de Venezuela. No encuentra trabajo en su área, de modo que se emplea como redactor en una agencia de publicidad. Un día su jefe se enferma y él debe asistir en su lugar a una reunión con el cliente, para presentar una campaña.
Ya me veo en el motel, fumando boca arriba en la cama. El letrero de neón intermitente ilumina cada tanto la penumbra, como en las películas. La rubia, desnuda a mi lado, acaricia mi pierna y escucha atenta, como si la historia, contada en mi inglés con acento - tuve la suerte de vivir en Trinidad parte de mi infancia- fuera todo lo que importa en la vida. Anónimos, rotundamente impúdicos en mitad de la noche, escuchando una vieja balada country, somos dos seres perfectos, sin pasado ni futuro. Y yo sigo con mi relato y ella traduce mis palabras en imágenes de filmes de suspenso de hollywood y siente que está viviendo una aventura exótica. Esta viajando con un sudamericano rico y excéntrico, que después de hacerle el amor toda la noche le cuenta una historia que ella desea que sea real, para sentirse también una heroína de película.
Adoptando la primera persona continúo y le explico que llego a la reunión con el cliente, en una suite de un lujoso hotel. Desde la ventana se ve el Avila, una hermosa montaña verde que tenemos en Caracas y yo pienso que debería estar más bien allí, observando la escena desde el otro lado, mirando la ciudad desde arriba y riéndome de las hormiguitas que corretean, que suben por los ascensores, que se estrechan innumerables veces las manos y fruncen el ceño para parecer interesantes e interesadas en los grandes negocios, en las reuniones en que se habla de la publicidad de las salsas de tomate como si se estuvieran dirimiendo cuestiones de las que depende el destino de la especie. Pero me siento y le doy la espalda al monte, le sonrío al Gerente de Mercadeo de la multinacional, un wasp de New England, que me alarga una tarjeta con el logo de su empresa en relieve. Sonrío, acepto el trago que me ofrece, porque ya está cayendo el sol y queda bien y se permite aflojarse la corbata : la reunión es de rutina y sólo se trata de darle la última revisión al arte del aviso. Y entra ella. Sus rodillas me sacan de golpe de mis cavilaciones . El Avila puede esperar. Ahora soy de nuevo una hormiga, pero una hormiga enamorada.

¿Cómo describirla? La rubia espera, con un ligero ardor de celos en la mirada. Me llevo a la boca el pico de la botella de Jack Daniels, le acaricio el pecho izquierdo y le digo que primero fueron las rodillas y después el perfume, y que ella se sentó y me sonrió cuando el gerente nos daba la espalda buscando unos papeles en su escritorio. Y que yo comprendí, sin que tuviera razones, que me estaba metiendo en el más grande enredo de mi vida. El hombre regresa y me la presenta como su asistente. Nos damos las manos, siento un escalofrío al tocar la palma húmeda y fría, parece un beso, y procedo a presentar mi material. Todo está en orden y conforme, me firman , me felicitan y suena el teléfono.

Hubiera sido hacerme ilusiones pensar que el yanqui me tomaba por un empleado de mayor jerarquía. Por eso no me expliqué entonces por qué insistió en que los acompañara al bar del hotel y le presentara el aviso a un socio suyo, que acababa de llegar. Bajamos juntos en el ascensor y la mujer se colocó muy cerca de mí. Su cabello negro fino, suelto, me rozaba la mejilla. Pero no dijo palabra. Era Mathew. el wasp, quien hablaba todo el tiempo, como un predicador, y me hacía preguntas sobre Venezuela, el clima, la comida, las playas. Era demasiado cordial, y cuando me presentó al que había llamado su socio, un hombrecito corpulento, con bigotito y acento cubano, yo miré a Nancy, mi enamorada secreta, y ella desvió la vista.
La verdad es que mezclo lo que sé ahora con el recuerdo de lo que sentí ese día y creo que en realidad no sospeché nada. Le mostré al cubano- Henry, mucho gusto, en español- el trabajo y él me felicitó y pasó de inmediato a otro tema. Proponía que fuéramos a cenar y preguntaba mi opinión sobre un restaurante que le habían recomendado. Yo no lo conocía, porque era muy caro, pero mentí que había comido muy bien allí, de modo que tomamos un taxi y poco después estábamos cenando como reyes.
Fue ella quien me hizo la propuesta. Los hombres se habían levantado de la mesa para saludar a alguien y yo había tomado varias copas de vino y la observaba completamente embobado, haciendo sin embargo grandes esfuerzos por disimular.
Era la cosa más natural del mundo. Ellos necesitaban ejecutivos bilingües en Caracas y no tenían mucho tiempo para buscar. En la agencia les habían dado excelentes referencias mías . Además el asunto estaba conversado, no debía preocuparme por cuestiones de lealtad ya que se trataba de empresas hermanas, dependientes del mismo holding. Tendría una remuneración mucho mayor, en dólares, y , si aceptaba de inmediato, viajaría la semana siguiente a New York para recibir el entrenamiento. ¿Alguna pregunta?
Yo hubiera querido saber muchas cosas: si estaba casada, si era amante de Matthew, si llevaba ropa interior... Me limité a callar y a levantar mi copa. Ella hizo lo mismo y brindamos. Enseguida volvieron los otros dos para felicitarme..

Llegas al aropuerto y el trámite es sencillo, porque no hay maletas que pesar y el boleto es de primera. Un par de tragos ayudan a matar la espera y una cierta angustia, aunque sé que la policía no me buscará, al menos no por el momento. Todo fue bien arreglado, tengo las espaldas cubiertas, un pasaporte americano, tarjetas de crédito nuevas: el hampón que mató a la gringa nunca será ubicado. La descripción es vaga, no hay huellas digitales, el móvil aparente es el robo, violación incluida, por lo que cualquier malandro pudo haberlo hecho. Para mis pocos amigos , que saben que he estado viajando al norte con frecuencia, mi desaparición no será inexplicable. "Ese se quedó afuera, afortunado de él" . Familiares, no tengo ninguno, fue una de las razones por las que me contrataron.

El avión despega a la hora prevista, las aeromozas me ofrecen las sonrisas previstas, todo resulta como lo había imaginado. ¿Qué más se puede pedir? Me cae el cansancio encima, porque no dormí en toda la noche, y me hundo en un sueño sobresaltado, con la boca pastosa y las piernas entumecidas.
Nancy me persigue con un revolver. Es de noche y corremos por una playa solitaria. Yo estoy desnudo y desarmado, tropiezo con algo y caigo. "Ella está muerta" digo en voz alta "no puede atraparme" Entonces descubro que he caído encima de un cadáver, tengo las manos y el cuerpo embarrados en sangre.
"Si quiere, se lo cambio" dice una voz. Despierto y descubro que es la azafata, que está conversando con un pasajero que se queja de que su bloody mary está mal preparado. Me levanto y voy al baño, me lavo la cara y me miro al espejo. Los ojos rojos, la barba que pide una afeitada. Me deben tomar- pienso- por un pasajero que viene de muy lejos, que ha hecho varios trasbordos. Me refresco, me peino y me perfumo. Miro el reloj. Tengo tiempo de dormir otro rato.
..
Más bien debes tomarte un café y entretenerte con la película, que está comenzando. Debes estar despierto, atento. No te fíes...
No estás triste ni abrumado, sólo un poco exhausto, más por la agitación y los nervios que por "lo otro". Uno va habituándose a no decir la palabra ni siquiera para si mismo, te produce tranquilidad, no vaya a ser que te pongas a hablar dormido por ahí y te pillen diciendo cosas raras, muy raras. Por eso es bueno hacerse pasar por escritor, que en el fondo es mi oficio.

Un escritor algo morboso tal vez, debe pensar la rubia. Después de amarla ¿Cómo pudo asesinarla a sangre fría? Yo le diré que si no lo hacía estaba muerto. Descubrió que era una espía, lo había seducido sólo para usarlo como peón de su juego.
¿Que quiénes eran los buenos y quiénes los malos? Esa es la parte en la que el relato se diferencia de las series de T.V. , le diré. Porque Juan - hay que ponerle un nombre- había entrado en el asunto sin saber lo que hacía. Su cargo oficial era Gerente de Publicidad y fue sólo cuatro meses después cuando se enteró de lo que realmente esperaban de él. A Matthew no volvió a verlo. Henry lo llamó un día por teléfono y le dijo que se verían el viernes siguiente en Miami, para darle instrucciones acerca de un nuevo cliente. Nancy estaba en la reunión, que se efectuó en un yate fondeado en una bahía solitaria. Juan esperaba que, tras una mañana de cifras de mercado, le dieran el fin de semana libre, como había ocurrido en el curso en New York. Se hacía ilusiones de salir a pasear sólo con Nancy. Pero no fue asi, no exactamente. Henry era directo y tosco. Le dijo que la organización tenía otros negocios, negocios confidenciales, en los que esperaban que él se involucrara. Juan respondió que no entendía bien, y el otro fue entonces más crudo. Si no fuera por esos negocios, no necesitarían de Juan en absoluto. ¿O acaso pensaba que lo habían contratado por su experiencia en mercadeo? Sabían perfectamente que era un junior, un aprendiz. Y era también un joven venezolano sin ningún porvenir, como todos los jóvenes venezolanos. A menos que pensara bien y aprovechara la oportunidad que se le presentaba. No tenía familia, no tenía futuro ¿Qué podía perder?
Juan pensó en preguntar por qué entonces lo habían seleccionado, pero no hizo falta. Henry dijo que cualquiera serviría para la misión. Cualquiera que estuviera dispuesto a seguir órdenes sin pedir explicaciones. A cambio tendría todos sus gastos pagos, todos, recalcó. Y un depósito suculento una vez por mes.
Juan se dijo que el estilo era demasiado narco para ser cierto y demasiado informal para ser de la C.I.A o algún organismo de ese estilo. ¿No sería más bien una prueba en la que se esperaba que él rechazara la oferta rotundamente y quedara comprobada así su incorruptibilidad? Henry prosiguió, esta vez en español: "Mira muchacho. Yo también tuve tu edad"... Y se lanzó un discurso patético sobre el destino de los que como ellos, habían tenido la mala suerte de nacer en Latinoamérica. Siempre serían marginados, siempre tendrían menos oportunidades. A menos que entendieran el juego y se dejaran de pendejadas. Lo que nos tiene hundidos es la fucking moral que nos enseñaron de pequeños. Sólo los perdedores tienen moral. Y por eso nos inculcan esos principios, para que sigamos siendo perdedores.
Mira este yate. ¿Crees que hubiera podido pagarlo con mi sueldo de maestro? Si, yo también. Era maestro de Castellano. Por eso me dije que tu y yo podíamos entendernos. ¿You know what I mean?

¿Por qué yo?, seguía preguntándose Juan. Pero no había respuesta a mano, así que dijo: Cuenta conmigo. Sé que no me pedirías que hiciera nada que tú no harías. La sonrisa de Henry le indicó que era la respuesta que estaba esperando.
Nancy esperaba también, tendida boca abajo en la cubierta, con el sostén del bikini desabrochado.

La película es un policial con De Niro, maduro, inquebrantable, incorruptible; al fin y al cabo le pagaron varios millones por el papel y tiene tres dobles para las escenas difíciles. Sientes náuseas y te dices que te cayeron mal los tragos, así que pides otro. No te vayas a embriagar, tienes que mantenerte lúcido. Pero ya no estás muy convencido. ¿Lúcido para qué? Más bien quieres evitar la lucidez, porque es fría y desalmada. Para la lucidez eres un simple asesino fugitivo, un agente del crimen organizado, respaldado por las fuerzas parapoliciales. Un matón a sueldo. Para la embriaguez, en cambio, eres un aventurero. Un poeta de la violencia, un nietzcheano de fin de siglo que ha violado la ley en venganza, porque la ley es la violación de la libertad. Lo que pasó entre la mujer y tú es un asunto personal entre dos seres libres que conocían las reglas y los riesgos. Fue además, aunque eso no importe, en legítima defensa. Defensa premeditada pero defensa al fin.

Eso le diré a la rubia, que intentará entenderme, porque ya me ama. Le explicaré que Juan es un personaje fuera de contexto; ese es el tema principal del cuento, su leimotiv. Juan es un poeta. Como Rimbaud, como Bob Dylan incluso. Pero no nació en Minnesota sino en Caracas, en un sitio que no tiene lugar para los poetas.

Te despiertas cuando el avión comienza el acercamiento. Por la ventanilla se distinguen las casitas de las afueras, de techo marrón, todas iguales. La aeromoza informa acerca de la hora y la temperatura locales. Anuncia que los turistas deben llenar una planilla exigida por las autoridades de inmigración. Recuerdas tu nombre y los datos que debes memorizar en caso de emergencia.
Buscas tu pasaporte, lo abres y observas tu foto. Eres un ciudadano americano. No debes hacer la cola ni responder a las preguntas impertinentes de los empleados de la aduana, que deberían comparecer ante la ley por acoso social. Ya no te importará más. Ahora eres uno de ellos. Te mirarán a los ojos y enseguida te darán los buenos días. Todo lo que ha pasado vale por ese saludo.

Henry regresó a tierra y dejó a Nancy con Juan. Ellos dos y el mar. No había más preguntas; ya todo se había dicho. Poco importaba ahora que ella fuera una traficante o que trabajara como señuelo para atrapar víctimas en una guerra de la que él no conocía nada ni quería conocer. Todo aquello era inconsistente , un guión descartado por poco creíble. Pero ella estaba allí, sonriéndole y haciendo señas para que se acercara. Estuvieron largo rato sin decirse nada, mirando el horizonte. Y de pronto ella comenzó a hablar. Quiero ser otra persona, dijo. Una mujer sin nombre, acostada boca arriba en un motel de Tennesee. Sin recuerdos y sin planes. Detenida en la vida como la imagen congelada de un video. Juan se dijo que aquello no podía ser verdad. ¡Nancy pensaba! No sólo era la hembra más endiabladamente atractiva que había conocido en su vida sino que además tenía aquello que él había buscado siempre, sin encontrar, en sus insípidas relaciones íntimas. Lo que había bautizado, parafraseando a Unamuno, "El sentimiento poético de la vida".

La rubia pregunta si aquel parlamento de Nancy fue una premonición. ¿Hace cuánto escribió aquello? Es más que una premonición, respondo. Cuando tenía yo catorce años ya soñaba con la escena del motel. La puse en boca de Nancy porque Juan, el personaje del relato, se encuentra con una mujer que adivina su sueño más inexpresable y recóndito. Yo soy entonces un personaje de tu sueño, comenta la rubia mientras enciende un chesterfield. ¿Cómo se siente estar realizándolo?

Sales del aeropuerto y el aire tiene un olor que no se parece a ningún otro. Con las manos en los bolsillos de tu blue jean y el cigarrillo colgando de los labios eres el protagonista de tu propia vida. Eres James Dean , Humprey Bogart, Jack Nicholson en Easy Ryder: un hombre en el mundo. En el primer y único mundo que realmente vale la pena. En tí se concentra todo el modernismo, el existencialismo, el individualismo de la posguerra: eres Camus, Hemmingway, Kerouac. Estás en el camino .

Nancy seguía hablando y él, simplemente, no podía creerlo. Estaba deslumbrado, y al mismo tiempo tomaba conciencia de cuan limitada era su experiencia provinciana, apenas compensada por todo lo que había leido y por todo el cine que había tragado casi sin masticar.

¿Qué nos atrae en las mujeres que nos atraen? Si son los atributos de los que carecemos y que por lo tanto sentimos la urgente necesidad de poseer , Nancy era más que unos muslos infinitamente deliciosos y deseables, que una voz aterciopelada que sonaba a susurro de hojas amarillentas de otoño, que unos ojos que reflejaban la luz azulada de neón de las grandes urbes, esa luz melancólica que uno ve si cierra los ojos cuando escucha Rapsody in Blues. Era también una historia, un pertenecer a algo que por si sólo era mágico, lejano, olímpico, desligado de lo doméstico y de lo banal, perteneciente a otro universo y a otra forma de ser en que lo más trivial, como la forma de sonreir cuando Juan acercó torpe y tímidamente su mano para rozar , como sin querer, su rodilla, representaba algo intangible y poderosamente magnético que él debía hacer suyo. No pensó en ese momento que él pudiera significar algo semejante para ella, se sentía como un mortal en presencia de una diosa, que además le devolvía la caricia con la ternura divertida de quien juega con un niño; con la insoportable superioridad de la maestra de quien uno se enamora cuando es adolescente y sabe amargamente que a ella le causa gracia ver cómo desvías la mirada y te sonrojas si te mira de frente. Estoy perdido, pensó. Mataría a mi madre, si estuviera viva, por esta mujer.

Estás en la estación de trenes. Si la gran ciudad, te dices, se redujera a esto, ya valdría la pena. Entonces observas la gran pantalla eléctrica de los horarios y te das cuenta que no tienes rumbo. Si ella viviera.
Te sientas en un banco. Ahora eres un anónimo personaje de una pintura hiper-realista. Estás de pronto vacío. Pasan por tu mente los recuerdos como créditos silentes de un film que concluye.

Juan tenia ya un año trabajando en el consorcio y no había recibido más que unas pocas de aquellas órdenes confidenciales , todas de caràcter administrativo. Y no había vuelto a saber Nancy desde su encuentro en Miami. Por eso se sorprendió al oir su voz en el celular aquella mañana temprano, en Caracas, camino de la oficina. No hubo tiempo de saludos, sólo la orden seca de una dirección y una hora: las siete de la noche.

Era una casona vieja cercana al mar, en Caraballeda, una zona litoral cercana a la capital que fue lugar de veraneo chic mucho tiempo atrás, y que ahora está invadida por hoteles de media hora.
Aún en verano, ya a las siete el sol ha caido. Los altos árboles de almendrón susurraban por la brisa que venía del mar . La reja estaba abierta y Juan entró sin tocar. Un alto muro de ladrillos se interrumpía para dejar espacio a un portón metálico de dos hojas, una de las cuales estaba abierta. Sobre la pared, en un letrero de hierro forjado carcomido por el salitre podía leerse el nombre de la casa ,"Idilio" .Juan entró con el automóvil, avanzó unos metros por un sendero empedrado y se detuvo. Bajó del carro y regresó para cerrar el portón. En la calle no había un alma.

Recuerdas cada minuto de ese día y esa noche. Los recordarás siempre. El corazón latiendo apresuradamente después de la llamada, las frecuentes miradas al reloj en la oficina, la salida anticipada, la carretera.
El auto que te interceptó, los dos hombres, la conversación, la pistola.

La puerta de la casa estaba cerrada, adentro había luz ; se oía un piano que dejó de sonar cuando él se acercó. No se oyeron pasos , sólo el chirriar de las bisagras oxidadas y la voz dulce y sonora de Nancy que lo saludaba . Entró. Había un olor húmedo a soledad y abandono y algunos muebles polvorientos. Nancy estaba descalza, llevaba un pareo de flores amarillas y el cabello suelto. La miró y sonrió. Era en realidad un tic de miedo, una mueca nerviosa. Por suerte ella no lo notó. Dió media vuelta y atravesó el gran salón de piso de marmol donde flotaba el piano de cola como una aparición absurda y se dirigió a la puerta ventana abierta que daba a la piscina circular, rodeada de palmeras.
La siguió. La noche tibia, estrellada, el olor a sal le traían recuerdos muy antiguos. El perfil de Nancy en la penumbra, su mano blanquísima a la luz de la luna, el silencio salpicado por el canto de unas ranas repetitivas y las palabras rebotando dentro de su cráneo como palomitas de maíz, cotufas, pop corn. Hubiera querido decírselo. Me han dicho que eres una traidora. Que me vas a matar si yo no te mato. Pero ella le alargó una botella, mientras se soltaba el pareo, y él tuvo tiempo de pensar. Ella piensa que yo no se nada, tengo ventaja. Y vió en sus ojos el deseo. Ahora era él quien mandaba. Estaban en el Caribe, en una casa de playa sumergidos en el aire dulzón del trópico. Ella quería poseer eso antes de matarlo. Quería apropiarse de toda esa atmósfera, tan extraña y subyugante. Tan habitual y cotidiana para él, que había crecido entre uvas de playa y cocoteros y había hecho el amor en piscinas como esa, en noches como esa.

En realidad no pensaste en nada. Apenas si tuviste la cautela de no arrojar el saco sino quitártelo con cuidado para que no resbalara la pistola y el sobre con los pasajes y el dinero, con las instrucciones de Henry , con la lista de los pasos. Te habían entrenado para seguir al pie de la letra ese tipo de rutinas, parecidas al chequeo de los aviones antes de despegar. Pero hacerle el amor no estaba previsto, y seguramente tampoco para ella, que debía tener una ficha similar en su cartera, junto a la beretta 6.35 que siempre llevaba consigo.

La rubia está excitada. Se ha enganchado en el cuento y se pregunta cómo una persona que está decidida a asesinar a otra puede hacerle el amor. Con la libertad que me da mi papel de escritor le hablo de Eros y de Tanatos, de la imbricación íntima del sexo y la muerte y de otras mentiras por el estilo y me doy cuenta de que la literatura no puede abordar el asunto sin pecar de pretensiosa. Esas cosas no pasan así en la realidad, son invento de los comics, delirios diluidos de las locuras de Sade y Lautreamont, ficciones que quieren hacernos creer que la especie humana está emparentada con deidades míticas. La psicología moderna desmentiría rotundammente la posibilidad de una situación como esa.

Es un acto de cacería, alcanzas a decirte. El mordisco en el cuello es heráldico y habla de raíces antiguas y perdidas. Lo que hemos perdido es siempre la eternidad, y por eso arremeter es pelear contra el tiempo y hundirse en lo más profundo y lo más oscuro, que es también lo más húmedo, tratando de encontrar aquello que late, es decir, que está escondido. Toda fiera busca el corazón de su presa. Y cuando hacemos el amor somos fieras, o queremos serlo.
Antes de matarla tienes que matarla. Las dos muertes se entremezclan, son simplemente dos orgasmos sucesivos. Y ninguno que hayas experimentado antes o después será tan intenso. Morirás también en este amar que es un matar. Matarás tu hambre, que es parte de lo que eres. Matarás tu sed, que es siempre sed de sangre. Todo lo que se endurece es aguijón para clavar, para dar muerte, que es también dar alivio. Que es precedida por espasmo, que es placer porque precede a la nada, al olvido, que es lo contrario del dolor.
Pero no hay forma de mezclar palabras en esta guerra. O quizás sí la hay. Se trata de gritar cosas sin sentido, que son siempre gritos de guerra, que son siempre procaces, voraces, rapaces. Hay golpes, debe correr la sangre de alguna manera.
¿En qué momento descubre ella que para amarla estás dispuesto a aniquilarla, o que para acabar con ella estás amándola? Debe ser poco antes del clímax. Para que un dolor y un éxtasis se interpenetren y abra los ojos con terror de perderte a ti, por quien se pierde.
Tarde o temprano hay un receso. Y las manos, en gesto automático buscan las armas.
Pero tu estás más cerca. Y en el sobreentendido ya obvio del desenlace le apuntas y ella sonríe. "Me has ganado" parece decir. "Has jugado y me has vencido, te felicito". Y tal vez sonrías tu también, porque juego es juego, aunque sea a muerte.

La rubia se ha dormido y amanece. La incipiente dulzura de la luz matinal redondea la silueta de su cuerpo y tu estás sólo, aunque Jack Daniels no te haya abandonado. Así fue aquel otro amanecer. Aunque este cuerpo que respira a tu lado respire y aquel no. ¿Por qué no mataste a ésta en lugar de aquella? También puedes preguntarte por qué es en general el ente y no más bien la nada. Pero ni ésta, ni ninguna otra pregunta , tienen respuesta.
Todo es una equivocación.
Puedes cambiar ahora de fichas, y decir que desde aquí, desde Tennessee, inventaste todo lo que has contado. Y como ella duerme, y Daniels está a punto de morir, nadie te llevará la contraria.

Al fin y al cabo la historia es poco verosímil y nadie puede refrendarla ni negarla. Igual da que sea una trampa y que en un rato te den un balazo en la sien mientras comes huevos fritos con tocineta.
Igual da que en la estación hayas decididido tomar otro rumbo o que no hayas levantado a la gringa que escuchara tu historia.
La has escrito.

11.

Bruno se quedó dormido y despertó cuando el tren había pasado ya la estación en la que debía bajarse. Se apeó en la siguiente, una en la que nunca había estado. Hacía frío. Averiguó que el tren de regreso pasaría en media hora. Se metió al bar y pidió un ron.
Una mujer se le acerca y le pide fuego. Se sienta junto a él y le invita otro ron, sin que él tenga tiempo de negarse. Brindan, ella bebe vodka seco. No es fea, de unos treinta años, trae un portafolio grande, como el que usan los dibujantes.
Es arquitecto. Le habla de la remodelación de una casa antigua, la más antigua del pueblo. Bruno confiesa que él también es arquitecto, trabaja en la capital. La mujer quiere que él de un vistazo a la construcción. El responde que su tren está a punto de llegar. Hay uno cada media hora, replica ella. El mira el reloj y decide que puede atrasarse un poco, finalmente no tiene ningún compromiso urgente.

Ella lo conduce en su coche hasta un lugar en las afueras del pueblo. Rodeada por un bosque de abetos, sobre la cima de una colina desde donde se divisa el mar, aparece la mansión. Barroco tardío, piensa Bruno, pero muy bella a pesar del gran estado de deterioro. Se detienen en la entrada. Ella busca unas llaves y abre la puerta. Penetran en una estancia penumbrosa, de techo alto. Hay andamios cercanos a las paredes y mesones con herramientas y materiales. Al fondo, una puerta ventana conduce al jardín.

Se sientan en una mesa de mimbre bajo un árbol de copa ancha y conversan. La casa perteneció a una familia noble, un comerciante armenio la compró hace un par de años. La mujer, se llama Lisa, mira su reloj y dice que es hora de partir.

Regresan a la estación. Se despiden. Poco después llega el tren.

Se vuelven a encontrar casualmente en una librería de la capital. Bruno la invita a tomar un café. Le pregunta sobre la casa, ella es algo evasiva.

12.
Azul. Toda la tela azul acaurelada, como un charco en las calles de la ciudad. Se seca. Espero que las aguas reproduzcan partes del mapa de mi infancia. Allí está la luna nueva de aquel día. Aquí está la sombra que perseguí, la niña que corrió detrás del fantasma con rostro de ave. Ahora tomo el pincel fino, y comienzo a recorrer el territorio, como si anduviera en bicicleta por el bosque. Flores, mariposas, canto de pájaros. Una gruta. Un duende que me invita a entrar . Escaleras que descienden. Una lámpara de aceite, un mago acostado en la cama. Barba blanca larga. Humedad en el ambiente, una araña teje su tela en silencio. El anciano me da la mano temblorosa. Està fría, pienso que va a morir en cualquier momento. Se incorpora con esfuerzo, me va a decir algo. Yo me acerco y me inclino. Susurra su palabra en mi oído, con un aliento hueco y polvoriento, de libro abandonado en la biblioteca de un claustro. Es la palabra.

Sé que cuando salga de allí, se me olvidará. Así sucede. Afuera ya no hay bosque, es un estacionamiento de los suburbios. Vago por las calles oscuras, siento soledad y miedo. Las paredes callan con hostilidad. Hay algo que debo buscar, pero no sé lo que es. Entro a un bar.

He decidido que no beberé, así que pido una coca cola y me pongo a observar la escena. Hay tres tristes parroquianos observando un televisor en el que trasmiten un juego de béisbol. El barman está acodado en la barra , ausente. Entra una mujer flaca, un tanto ojerosa. No es la mujer con la que yo establecería un plan de seducción. Siento que nada de esto me atrae, estoy en territorio extranjero, lejos de las cosas que puedo llamar mías. Pero me siento bien de alguna manera, soy un extraño, no tengo identidad, puedo adoptar el nombre que me plazca, inventar mi historia como se me ocurra. La mujer me pide un cigarrillo. De cerca no es fea, algo en ella sugiere una vida interior intensa, se sienta cerca de mí, como esperando mi jugada. Le invito una copa, parece ser lo que corresponde. El barman la sirve con pereza, imagino que es una clienta habitual ,o tal vez una prostituta. Brinda conmigo y dice que se llama Laura, que vive cerca, que está sola y triste. Imagino lo que puede significar involucrarme, aunque sea superficialmente , en aquella vida. Dar apenas un indicio de interés puede significar una expectativa enorme para un ser así. Pienso luego que ella puede estar pensando lo mismo de mí, solo allí, con la mirada fija en mi vaso de coca cola.
¿Qué podemos compartir ella y yo? ¿De qué me hablaría si la acompañara a su casa? Tal vez sea una aventura interesante, tal vez me sorprenda. Puede que me cuente una historia que me explique de pronto todo lo que no me explico, puede que me entregue un tesoro que estaba reservado para mí, sólo para mí.
Es una lástima que no sienta ninguna atracción por esa mujer, me digo. Cuando hay atracción, la aventura cobra sentido, hay una conquista que realizar, una emoción parecida al peligro, que te mueve a querer más, a ir hasta donde el juego te lleve, que es como un reto. No hay reto aquí. Cualquier avance sería bueno, terminaría en su casa, en su cama, si quisiera.

Decido salir y seguir caminando. La noche es cerrada, y en la zona hay poca iluminación. Guiándome por los carteles me encamino hacia el centro. Pronto cambia el ambiente, bares, discotecas, entro en una taberna desde la que sale una melodía ejecutada en saxo, y me siento en la barra , de nuevo. Aquí la cosa es más anónima. Nadie me dirige una mirada, hay demasiada gente. Me pongo a observar a una mujer muy hermosa, sentada en una mesa frente a un hombre mayor, al que le presta poca atención. Parecen escuchar la música, pero sé que cada uno está sumergido en sus pensamientos.

Otra vez soy un extranjero, un extranjero invisible. Logro cruzar una mirada con la mujer, que inmediatamente cambia de actitud, y comienza a medir sus movimientos, sabiéndose observada. El hombre está de espaldas a mí, por lo que no se percata de nada. Ella, sin darse por aludida directamente, expresa en sus gestos un tedio que es casi un llamado de auxilio.
Hay fórmulas, como alejarme hacia el baño pasando casualmente cerca de ella. Si se engancha, ella hará otro tanto, y tropezaremos al regreso, ocasión que aprovecharemos para hablar. Lejos del alcance visual de su pareja, ella disimulará primero, pero cederá si insisto, lo expresará primero con una sonrisa y luego obtendré una cita, o al menos un teléfono.

También las cosas pueden ser más dramáticas. "sácame de aquí" dice la chica. Le respondo que la esperaré afuera. Ella debe imaginar que yo tengo un coche lujoso. A duras penas consigo un taxi, y me quedo esperándola. Sale al rato. Me ubica y se me acerca. "Prométeme que no me traicionarás". Ahora noto el aliento a alcohol, y sus pasos algo tambaleantes. Se sienta conmigo en el asiento trasero y me da la mano. Yo indico al taxista la dirección de mi hotel y me vuelvo hacia ella, para contemplarla de cerca. Un perfume dulzón, pero caro, un collar de perlas que parecen legítimas. La piel es tersa y suave, debe tener cerca de treinta años. Mira hacia el vacío con expresión ausente y la boca algo fruncida.

13.

Fueron convocados formalmente, la invitación estaba impresa en papel hilo con un texto azul de prusia en tipografía times que rezaba:

Eres uno de mis doce mejores amigos. Espero tu presencia en mi última cena.

La cifra resultaba algo artificial, o forzada, pensaron algunos, pero todos acudieron. Sólo Rodolfo y Ana llamaron para preguntar de qué iba la cosa. Oscar respondió que era una sorpresa y se dijeron que era otra de sus bromas, otro despliegue histriónico de los suyos.

En el salón más grande de la casa un cuarteto tocaba un divertimento de Mozart. Un mesonero repartía bebidas. Cuando todos hubieron llegado y después de compartir un par de copas y algunas banalidades, Oscar hizo el anuncio:

- He decidido suicidarme esta misma noche. Quería verlos antes, para despedirme, y preguntarles si tienen algún encargo, llevo las maletas vacías.

Solo Marta rió, con su risa destemplada y estentórea; los demás miraban a Oscar con los ojos muy abiertos.
- Parece que crees que no te conocemos, dijo Marta, cuéntanos la verdad.
- No hay más que contar.
Tiene que haber una manera de contar esta historia tal como ocurrió. No es cuestión de objetividad, la objetividad se aplica sólo a los objetos. Ni de subjetividad tampoco, porque varía de un sujeto a otro. Algo permanente y variante a la vez, como las cosas, o más bien los sucesos que ocurrieron. ¿Sucesos? ¿No son más bien actos que las personas cometieron? Cometer se asocia siempre con delitos. Acometer es otra cosa. El idioma es una caja de herramientas melladas, que nunca tienen el calibre correcto de los tornillos de la realidad.

Oscar Luna no debió llamarse nunca así. Es un nombre de opereta, o de novela barata. Su padre debió tener el tino de no reconocerlo, de no someterlo de por vida a la cruz de ese nombre que nunca nadie podría tomar en serio.

14.

El profesor se miró al espejo. Hoy la barba tiene más canas que ayer, pensó, el invierno se acerca. ¿Cuánto te queda, Rodolfo? Descartó la pregunta y encendió un cigarrillo.

Al fin ha ordenado el estudio. Hacía años que no ponía las cosas en su lugar. Hasta ha colocado los libros por materias, después de limpiar concienzudamente los estantes. Poesía, novela, historia, religión, política. El mundo entero está allí, perfectamente clasificado ahora, nunca el universo lució tan coherente, tan perfecto.

Y también las cuentas se han puesto al día. Saldos de bancos, pago de facturas. Y la ropa, y los zapatos, eres un hombre con la vida resuelta.

Ayer fue la última clase. La despedida, las muestras de afecto, el regalito de rigor, feliz jubilación, profe, dedíquese a ser feliz.

¿Y ahora? Hace inventario mental de sus pertenencias. Un apartamento bien ubicado, un ingreso razonable y seguro, unos cuantos amigos consecuentes. Y la vida por delante, Rodolfo, para viajar, o leer, o escribir, o contemplarse el ombligo. La panza, por cierto, está demasiado grande, no te vendría mal un poco de ejercicio, ahora que tienes tiempo.

Tiempo. Ahora sí que no tienes excusa, ya no hay horarios que cumplir, ni pruebas que corregir, ni clases que preparar, ni reuniones estúpidas los sábados por la mañana.
Podrás meditar. Releer lo que quieras. Escribir tu libro, encontrar la fórmula. ¿Recuerdas la fórmula? ¿Eran devaneos o había algo allí? Ahora podrás averiguarlo. Sí, pero más tarde, déjame disfrutar de esta paz y de este sosiego. Déjame perder un poco de tiempo, ahora que tengo tanto. Perder tiempo, como se pierde dinero en la ruleta cuando uno es rico, sin culpa, sin angustia. Perder, malgastar, derrochar, lo que nunca te atreviste a hacer. Dame un trago.

Se sirve una copa de cognac, enciende un habano, se mira al espejo. Eres todo un caballero, un señor respetable y acomodado, una eminencia. Lo has hecho bien, Rodolfo, lo has hecho muy bien.

El alcohol calienta el cuerpo y produce una agradable sensación de plenitud. Se sienta en el sillón de cuero, terso y amable, y estira las piernas sobre la mesita, ha vencido y puede saborear la victoria.

Lo que quisiera saborear ahora es una buena hembra, se dice. Ayer Laura, su alumna consentida, le regaló un escote suculento. Se inclinó hacia él para decirle algo, y dejó que disfrutara de la vista con toda intención, sin retorcimiento, sólo como una manifestación de cariño. “Si sé que le gustan, ¿Por qué no se las voy a mostrar? No hay nada de malo en eso
¿ Verdad profe? Es una conducta completamente ética.“
Laura. ¿Qué edad puede tener? Veinte, a lo sumo. Pero con qué gusto se la cogería. Sácatela de la cabeza, Rodolfo, ella te ve como a un padre, y hasta quizás como a un abuelo.


¡Abuelo tu madre! Soy un hombre viril, experimentado, culto: he leído más sobre erotismo que ninguno de mis estudiantes. Mucho es el saber y poco es el vivir, decía Gracián, y no se vive si no se sabe.

¿Sí? Y si sabes tanto, ¿Por qué no la conquistas? ¿Etica? Cuál ética, ya no eres su profesor, ahora eres su amigo, podrías ser también su consejero…Eso sí, discreción y dignidad, lo único que no puedes hacer es el ridículo.

Un secretario. Buena idea. Un muchacho joven, con ganas de aprender. Muchos pagarían por estar cerca de mí, por conocer mis secretos. Es además un crédito en cualquier currículum. Asistente del Doctor Arjona ¿Qué tal? Mañana pondré un aviso.



15.

“La vida es parecida
a un patio de prisión
la mayoría son presos
y unos pocos, carceleros”

Bob Dylan


Puede que este texto sea mi epitafio; puede que sea sólo una botella lanzada a la mar, lo que sería también un epitafio , porque tardaría en llegar a su destino, si lo tiene, más de lo que me falta por vivir.

En todo caso, no es una novela. Ni un poema en prosa, mucho menos un ensayo filosófico.

¿Un testimonio? Palabra muy prostituida ésta, que se vende ya hasta para fines publicitarios. Tampoco es confesión, ni manifiesto, ni autobiografía. No es esotérico, no se relaciona con ninguna idea de lo que hoy se llama “autoayuda” , ni se alínea con la “Nueva Era” ni con otras, antiguas o por venir.

Nada tiene de científico, nada pretende decir de objetivo.
Es simplemente un texto, parecido más bien a aquellos escritos en épocas remotas y que hoy se etiquetan bajo el nombre genérico de literatura.

O mejor, es una carta. A quién está dirigida es cosa que el tiempo dirá, si tiene a bien.



Me gustaría que estas palabras pudieran servir de algo a alguien, al menos a mí. Pero he perdido la mayor parte de las ilusiones que mis contemporáneos comparten o alimentan. Servirán a muy pocos, si sirven, y servirán ante todo para demostrar su inutilidad.

No son las palabras lo que hoy puede cambiar las cosas. Son las cosas, más bien, las que dominan a las palabras.

La más atrevida o temeraria de las frases encuentra siempre una cosa que la atrape: sea un artículo de consumo, un candidato político o una secta.

Pero escribir es ya casi lo único que podemos hacer en libertad. Y , aunque sólo sea por eso, vale la pena hacerlo.



Todo lo que hacemos con alguna, léase mínima, libertad es privado. ¿Privado de qué? De libertad, por supuesto.

Hubo un tiempo, no muy lejano , en que estas cosas se dijeron a viva voz, en las calles. Pero no queda ya voz viva que intente repetirlas.
Puede que el error consistiera en esperar que se repitieran. Puede que los que aún estamos vivos nunca lo sepamos.

Y puede también, es una apuesta, que otros repitan no ya las consignas, sino la experiencia. Si esto sucede, las consignas serán otras.
Pero consignas hay muchas, como planes de fuga en la cabeza de los presidiarios. Y muy pocas llegan siquiera a ponerse en práctica.



En presidio, los planes de motín son menos frecuentes que los planes de fuga. Hasta son excluyentes, porque el motín impide la fuga por lo general. Por eso, fugarse ha sido siempre cosa secreta, de unos pocos.

¿Quién duda que hay un sentimiento de tristeza por los compañeros que quedan adentro? ¿Y quién puede dudar, sin embargo, que muchos de los que están adentro tienen más miedo de intentar la huida que de quedarse?

Los que logran huir, encuentran frecuentemente la manera de enviar mensajes a los que aún están reclusos. Algunos de esos mensajes surten un efecto propicio. La mayor parte sirve sólo para acentuar el dolor.



Pero una vez afuera, uno no puede detenerse demasiado tiempo en nostalgias. Si lo hace, la huida no tendría ningún sentido. No se puede sentir nostalgia por lo que fue peor, ni por lo que nunca pudo ser.

Afuera, el aire parece nuevo, aunque sepamos que no lo es, aunque sepamos que tampoco es el viejo.

Afuera nos encontramos solos. Aves solitarias en el cielo inmenso, sin nadie con quien hablar.


Las preguntas cambian. La cuestión no es ya cómo obtener la libertad, sino qué hacer con ella.
La respuesta inmediata y automática de que voy a transmitirla, propagarla, hacerla común, esconde la interrogante inicial. La libertad, como todo lo que es valioso, le pertenece a cada uno de una manera distinta. La respuesta de los demás no sirve para mi pregunta.



La libertad nunca se reduce a cero, como jamás llega al infinito.
La libertad y el ser humano son la misma cosa.
Pero no hay dos seres humanos iguales. Si así fuera, la libertad sería una norma y ya no habría libertad.
O el ser humano sería un concepto, y ya no habría seres humanos.
Se ha intentado, pero nunca resultó.
Sin amor se puede vivir, lamentablemente. Sin libertad no.


Que la libertad sea real o ilusoria es una cuestión metafísica, un enigma bizantino.
Pero esta regla tiene una excepción, que, como todas las excepciones, pone en duda la regla: Los que no tienen siquiera la libertad de ser libres reclaman ser liberados.
Los hombres libres no pueden tolerar la esclavitud.


16.

Ya los editores no dan adelantos. No al menos a escritores desconocidos y mercenarios, como yo. Por eso nunca sabré por qué Monsieur Berthezene, el flaco, alto, seco y rígido director de Editions de Provence me ofreció pagar por mis gastos hasta que tuviese listo el manuscrito de “Un viaje por el país de Aix”. La hipótesis de los intereses sexuales la descarté cuando conocí a Mme. Berthezene. Porque la conocí, en más de un sentido.
Estaba sentada en el asiento del copiloto del Audi de su marido y éste había ofrecido llevarme desde el Hotel Christophe, en la Avenue Victor Hugo, hasta su señorial bastide de Los Pinchinats. Ocupé el asiento trasero y me dediqué a escuchar la pequeña lección de historia local que el editor me brindaba, mientras recorríamos campos de girasoles, viñedos familiares y pequeños puentes sobre riachuelos susurrantes que, según decía Berthezene tarde o temprano desembocaban en la Rhone, el Ródano, el más hermoso de los ríos de Francia.
Estaba orguloso de sus orígenes, de su tierra y, claro, de su esposa. Ella era una digna representante de la femineidad provenzal: blanca sin ser pálida, delgada sin ser escuálida, con un cuerpo de líneas suaves y graciosas en el que no faltaban abundancias donde es preciso que las haya. Su cabello negro terminaba sobre unos hombros que recordaban a las de las jovencitas de los afiches del art nouveau, desnudos , pecosos, apenas interrumpidos por los breteles del vestido de primavera.
La luz del sol poniente juguetaba entre los tilos, los plátanos y los arbustos mullidos de las colinas. La ruta era sinuosa y a cada vuelta el paisaje parecía ofrecer variaciones sobre el tema de los verdes, salpicado allá y aquí por violetas, amarillos y malvas.
Las ventanillas del coche iban abiertas, y el aroma de los campos nos invadía suavemente, con esa cortesía francesa que se manifiesta aún en la naturaleza.
Entonces, ella habló por primera vez después del no menos cortés bon jour de quince minutos antes, cuando me dio su pequeña mano bajando ligeramente los párpados.
- Mi esposo me ha dicho que escribirá usted un libro sobre el país…
Me disponía a responderle cuando ella completó su frase, que no era una pregunta sino un aseveracón definitiva, casi una orden.
-Y yo le he dicho a él que estoy a sus órdenes para servirle de guía. Mi familia ha vivido aquí durante los últimos quinientos años.-
Sonrío sin mirarme a los ojos, mis ojos que buscaban los suyos desde la incómoda perspectiva del asiento trasero, y dio por terminada su intervención. Dije algo que no recuerdo, agradeciendo el ofrecimiento y esperé una respuesta, suya o de su marido, que precisara los términos de aquel convenio, pero ya habíamos llegado.
El portón eléctrico se abrió y entramos en una larga avenida bordeada de árboles frondosos , situados en impecable equidistancia unos de otros, por la que desembocamos en la dieciochesca mansión, que respiraba un aire de cuarteto de cuerdas de Couperin, de veladas ilustradas y galantes.

Lo que disfrutamos en la obra de los impresionistas, es sobre todo el tiempo que el pintor dedicó a reproducir el paisaje, o la escena. Lo que nos da esa idea de serenidad es ese respiro que Monet, o Renoir eran capaces de darse, se daban el lujo de tener. Hace falta pasar un largo tiempo para pintar Los Nenúfares. Un largo tiempo sin hacer nada, dedicado únicamente a la contemplación convertida en colores, en luz.
En Aix, queda aún algo de ese tiempo que la industria y las máquinas no han colonizado. En el mercado, la gente dedica horas a contemplar un durazno, o unas cebollas. Casi tanto como el que gastaba Cezanne, observando, sintiendo, saboreando la textura y la forma.
Estamos todavía a salvo de la dictadura del reloj. Un dictador cuyo poder , como todos los poderes, surge y depende de nosotros.
Camino por la Rue des Cardeurs, desde Cours Sextius hacia Hotel de Ville y me dejo llevar por impresiones, ligeros matices, olores y formas. Persigo en secreto a una mujer que marcha lentamente, sin prisa, deteniéndose en una vitrina o para intercambiar un par de frases cordiales con una vecina.
Me siento en un café, pido un pastis, y me propongo reconstruir el plan imaginado para mi libro la noche anterior, en la cena con mi editor y su esposa.

El secreto para disfrutar la Provence es acostumbrarse a no hacer nada. Más que acostumbrarse, la palabra sería aprender. Se trata de un arte sutil, sobre el que no hay tratados, ni cátedras , un arte perdido al que muy pocos, o nadie se dedica.
Principalmente porque de este arte no surgen obras, no es arte que se manifiesta en objetos. He aquí otra tiranía, la del objeto, la del producto. La actividad debe demostrarse, hacerse cosa para tener sentido. Mirad los lirios del campo. Esta época ha perdido el gusto de vivir, se entrega de lleno a matar el tiempo, a convertir los momentos en cadáveres.

Me refiero a la idea de La Historia, a la que estuve siempre sometido. A la que estamos muchos, en alguna medida. Me parecía natural suponer que lo que hiciera debía, de alguna manera, superar lo que mis antepasados habían hecho; aportar algo nuevo. Pero, bien pensado – y ahora lo pensaba bien- en materias del alma nadie supera a nadie, y tampoco es posible repetirse. Uno no deja de hacer el amor poque las posiciones que adopte hayan sido practicadas ya por otros. No hay historia, hay infinidades de historias.

Es por eso que Flaubert no ha muerto, y merece seguir escribiendo. Y es por eso que esta nueva Madame Bovary estaba sentada en mi mesa.

Lo cierto es que alquilé un estudio en el Cours Sextius, cerca de la Escuela de Bellas Artes, y compré algunos muebles en La Trocante, un establecimiento de objetos usados, especie de supermercado de las pulgas provisto de cuanta cosa hay que pueda venderse después de ser utilizada. Allí encontré también un buen surtido de discos de segunda mano que decoraron musicalmente mi pequeño espacio de trabajo, con la ayuda de un tocadiscos que adquirí en un establecimiento del ramo ubicado en Les Milles, cerca del Chateau de La Pioline, que tiene su historia aparte en este relato.
Después de unos cuantos paseos por las librerias de Centre Ville, mi escritorio estuvo atiborrado de mapas, crónicas, guías y libros de historia sobre el país de Aix y la Provence francesa.. Me proponía encontrar la voz interior de esta región misteriosa y encantadora, pero fue otra voz la que apareció en primer lugar y en primer plano. Era la de Mme Berthezene que me llamaba por teléfono para invitarme a almorzar al día siguiente.

Nos dimos cita en el Café Des Deux Garçons, un muy bien conservado bistrot de mil setecientos y tanto en el que, cuentan, Cezanne se encontraba con su amigo Zola, los días de novillos de L’ecole Mignet, en la que eran compañeros de clase.
Llegué unos minutos antes de la hora pautada y pedí un pastis.
Mientras contemplaba a la gente pasar por el Cours Mirabeau, la más amplia y señorial de las avenidas de Aix, traté de imaginarme las conversaciones entre estos dos escolares rebeldes. Zola y Cezanne son , en cierta medida, opuestos en su visión del mundo. El primero llegó al naturalismo a la misma hora en que el segundo lo abandonaba. La crudeza de los personajes que el escritor pinta no se parece en nada a la abstracta descripción que el pintor hace de hombres cosas y paisajes. Como si la literatura quisiera mostrar las cosas como son mientras que la pintura, harta de lo que es, buscara caminos para adentrarse en lo que puede ser. Dejémosle esa reflexión a los críticos de arte, porque aparece en escena, como un hada salida de los campos de lavanda, mi querida amiga.
El efecto que la belleza de las mujeres produce en los hombres es algo de lo que ellas están completamente inconcientes. Me percaté de ello cuando tenía doce o trece años, y rodé por el césped con una vecinita de catorce o quince, la hija de una tendera del barrio. Nunca olvidaré ese momento. Tampoco olvidaré nunca la sonrisa de Christine Berthezene cuando me dió la mano y me miró, por primera vez, a los ojos.

Era primavera, como dije. Y Christine era la primavera que se sentaba a mi lado en la mesa del café. No la de Boticelli, ni la de Vivaldi; esta era una primavera más sólida y más carnal, más cercana a la tierra fragante y solariega del midi. “ Mediodía” titulé mentalmente el poema que necesariamente escribiría sobre ese encuentro. Fue entonces cuando descubrí de pronto que podía, y debía, detener el tiempo. Que mi locura se debía en parte a que daba mayor importancia al mañana que al hoy, al después que al ahora. Ya estaba a punto de ver el momento desde el punto de vista de un futuro recuerdo, de futuras palabras que no me dejaban escuchar las actuales, las que Christine estaba pronunciando con sus labios de niña.



17.

Sueño que me despierto, me levanto, voy al baño, meo, me lavo. Estoy dormida. Me despierto otra vez y hago lo mismo que he soñado. Ahora estoy despierta, me digo, y de pronto me asalta la duda. Puede que siga durmiendo .De un sueño más profundo. Uno que no llega a inquietarse y que no descubre que es sueño porque la costumbre de pensar que estoy despierta ha anclado en lo más profundo. El barco sueña que navega pero se pudre en el puerto. Viajes y aventuras son sólo recuerdos de otros viajes y aventuras que tal vez tampoco vivió, sino que soñó.
Philippe me da esa impresión; pareciera que sueña con que realiza grandes hazañas o que piensa que la hazaña es soñar. Puede que yo sueñe con que eso es verdad, porque estoy casada con él. Soñar es estar vivo, me dijo un amigo. Pero vivir no puede ser solamente soñar.

Tengo fantasías con todos sus amigos. Imagino con precisión hasta los más ínfimos detalles. Palabras, gestos, el color de las sábanas, la música, el viento, la luna, las caricias, las manos entrelazadas. La ciudad donde ocurren es siempre otra ciudad. A veces es una que ya conozco, pero la mayor parte sucede en lugares en que nunca he estado. Surgen hojeando una revista o viendo un documental, o mirando por un momento a los ojos del afortunado. Se disparan como ventanas publicitarias de internet y comienza a rodar la película: mi ropa interior, mi perfume, mi imagen en el espejo. A veces logro sentir el cuerpo y tengo escalofríos, sutiles convulsiones que disimulo con un gesto mecánico, como llevarme a la boca la copa de vino mientras mi interlocutor me observa sin saber que es protagonista y Philippe me sonríe, vanidoso de mí.

Me pregunto si en esas miradas furtivas que intentan parecer casuales mis amantes imaginarios son capaces de descubrir algo de la verdad. Sé reconocer cuando me desean al mirarme, pero es distinto. La mayoría de los hombres desea a la mayoría de las mujeres; es habitual y pocos saben esconderlo.
Quizás ellos se pregunten también si una se percata de ello. Puede que crean que no, lo que me llevaría a pensar que mi deseo tampoco es invisible. Pero con los hombres entran a jugar otros factores: tienden a no creer lo que están viendo porque no están seguros de si mismos y se dicen que es pura imaginación, que si hicieran un avance de verdad se toparían con una respuesta ofendida o, en el mejor de los casos, con una carcajada.
Y es así, una mujer siempre negará que ha estado coqueteando y que para hacerlo ha imaginado la escena completa con pelos y señales; pelos sobre todo.
Hay algunas que lo hacen sin saberlo. Eso es al menos lo que ellas dicen. Yo no me lo creo mucho porque desde chiquitas aprendemos el arte de seducir y nadie aprende si no sabe que lo está haciendo.
¿Qué es lo que me hace pasar del sueño a los hechos? He sido infiel muchas veces y nunca he sido descubierta. La garantía de que no me descubran es una condición básica. Cuando sospecho que el candidato es de los que se involucran, se enamoran y todo lo demás, lo descarto de plano, por mucho que me guste. Lo que muchos no entienden es que no busco cambiar de marido ni hacer que peleen por mí abiertamente. Pero el hombre quiere gloria además de victoria y necesita que se sepa. Pareciera que obtiene más placer en divulgarlo que en hacerlo. Por otra parte maneja mal los sentimientos de culpabilidad frente al amigo; se siente en la obligación de ponerlo al tanto, no sé si por honestidad o por orgullo; lo cierto es que en lugar de saborear su triunfo en silencio se pone en evidencia y la pone a una en la incómoda situación de escoger, como si fuera árbitro de una partida en la que el ganador exige reconocimiento, medallas, aplausos. No entiende que el perdedor sonríe porque es un buen jugador y nada más. Yo intuyo que Philippe lo sabe y siente que no hace falta decirlo. Por eso sigo con él. En ocasiones he pensado contarle todo, pero algo me lo impide. No sé si es el miedo de perderlo o de hacerlo sufrir, o más bien el terror que siento de que él me cuente otro tanto. ¿Por qué? Pienso que la mentira es un signo de puerilidad pero al mismo tiempo siento que el secreto forma parte del amor y que si nos decimos todo ya no seríamos esposos sino simplemente amigos.
Y sigo jugando, sin preguntarme mucho si él juega o no.
Lo que sí me pregunto es qué pasaría si llego a enamorarme.

No es cierto lo que he dicho. Ahora que lo pienso me doy cuenta de que yo juego porque tengo plenas garantías de que él no lo hace. Puede que lo haya pensado, que haya fantaseado alguna vez. Pero estoy segura de que su miedo a perderme es más fuerte que sus ganas de probar. Los hombres se dicen amantes del deporte, pero en realidad lo que quieren no es jugar sino ganar y no saben qué hacer cuando pierden. Tener una mujer fiel es para ellos haber conquistado un trofeo y no lo arriesgarán por obtener otro más preciado.
Es cierto que muchos de los hombres con los que me he acostado son casados, pero todos ellos estaban seguros, o creían, que su esposa no se enteraría jamás. Todos tenían más miedo que yo. Cuando dicen que el hombre es más infiel que la mujer olvidan que para que lo sea hace falta que una mujer lo sea al mismo tiempo.

Con lo que estamos en la misma y mi argumento se derrumba. La cosa es equivalente, aunque por razones distintas. El hombre es infiel para demostrar su hombría y la mujer lo es para confirmar su femineidad. ¿Por qué no lo aceptaremos todos y dejaremos de mentir? Lo que dije acerca del secreto no es más que trampa.
Soy una tramposa, y me gusta serlo. Pero para que haya tramposos es preciso que haya también quien juegue limpio. Si todos fuéramos tramposos nadie jugaría con nadie. ¿O sí?

El arte de la trampa consiste en que no te descubran y que no te hagan trampa a ti.
Es más difícil ser un buen tramposo que un buen jugador. Por un lado el riesgo es mayor y por otro la recompensa no puede exhibirse.



Philippe es rico y yo soy su mujer. Las mujeres de los ricos tenemos un doble encanto y por eso nos desean doblemente, pero nos hacen muchas menos ofertas que a las pobres. Se dirigen a nosotras con miedo, porque la riqueza se asocia con poder y poder con castigo. Pocos entienden esta ecuación tan elemental y caen en cuenta de que casi todas las mujeres ricas desean ardientemente una aventura.
Es cierto que algunas se creen demasiado su papel y olvidan que son sólo putas un poco más cotizadas que las otras. Desprecian a los candidatos que no consideran a su altura y esperan que sea un rico quien las pretenda. Error. A los ricos les interesan poco las ricas y en esto los hombres nos aventajan, es preciso confesarlo. Un hombre rico busca a una mujer acaudalada y de familia con renombre para casarse con ella, no para hacerla su amante. Yo soy una de esas perras con pedigree impecable, sólo que Philippe, que es un soñador, se tuvo que convencer de que me amaba para casarse conmigo. Tanto mejor para ambos. Lo malo es que todos están convencidos de que también yo lo amo y no se atreven a atacarme aunque me deseen locamente. Tengo yo que darles pistas y hacerles el camino fácil, pero aún así muchas veces no se permiten creer que sea posible conquistarme. En cierta manera es verdad, porque eso no puede llamarse conquista.


18.

La bahía de Marigaux reverberaba con los últimos colores del crepúsculo como una lámpara eléctrica floja a punto de apagarse.
En cubierta, uno pocos pasajeros despedían el día con un trago.

Guillermo se paseaba por los acordes de “my favorite things” de Coltrane y Helena ordenaba las copas en el bar. Desde una de las mesas el profesor la observaba, simulando leer un grueso volumen de tapas duras.
Camilo estaba acodado en la baranda, contemplando cómo los naranjas se escapaban hacia el violeta.
¿Supiste lo de Oscar? Preguntó Laura a su marido.
¿El Publicista?
Sí, se dio un tiro, el pobre.
-Todos terminaremos allí. No sé por qué algunos se dan tanta prisa.
-Los publicistas siempre andan corriendo.

-La vida es una danza. Y la danza es cuestión de ritmo. ¿No es así, Maestro?- preguntó Laura a Guillermo, quien se limitó a sonreir mientras atacaba una variante final muy sincopada.

La noche se ponía sin remedio. Las luces de la cubierta se encendieron y pareció que un capítulo de la vida concluyera.

En su camarote, Gabriel cerró la tapa de su computadora y le dijo a Christine, recostada boca arriba en su litera:
- Subiré a tomar aire. Estoy perdido.-
- Te alcanzo- respondió ella sin dejar de mirar al techo.
Gabriel salió del camarote y avanzó por el corredor en busca de la escalera. No lograba despejar su cabeza de los incidentes que había narrado en la última página esa tarde. Había hecho morir a un personaje y no sabía cómo continuar tejiendo la trama para llenar el vacío que dejaba. Iba a parecer que se le había acabado la madeja por descuido, o que no había previsto...en realidad no lo había previsto.No se suponía que desapareciera tan pronto, no había suficientes indicios, el personaje tenía todavía facetas que explorar.”Una muerte súbita lo sorpendió en mitad de un chiste”: la frase no le disgustaba del todo, pero... Recordó a Shakespeare y parafraseó mentalmente: “La vida es un chiste contado por un publicista”. Sí, eso es lo que agregaría. Y al diablo con el personaje.
Salió a cubierta y el aire fresco de la noche que apenas nacía le devolvió el entusiasmo. El barco comenzaba a alejarse de tierra. Encendió un cigarrillo y sintió que el momento era magnífico e irrepetible. Zarpar es la mejor parte del viaje, se dijo. El perfil de Saint Martin se desdibujaba contra el cielo oscuro. Pronto se verían sólo las lucecitas del puerto y después...Después nada: la oscura mar que habría vuelto a ser infinita.
Una carcajada sonora llegó desde la popa. Reconoció el tono de voz de la mujer del productor de cine. Había estado conversando con ella la noche anterior, durante la cena.Era una mujer de unos cuarenta años, muy seductora y elegante. Su marido , escondido detrás de un gran bigote y una pipa, parecía disfrutar apaciblemente de su jovialidad , aunque nunca se sabía con certeza si estaba despierto o sólamente fingía estarlo.Muy de vez en cuando dirigía una mirada a su entorno, con sus ojos azules y melancólicos y sonreía.
Cuando Gabriel llegó al área del bar, la mujer relataba un incidente divertido al pianista, que estaba sentado en la misma mesa de la pareja frente a un vaso de whisky.
- ¡Increíble! – dijo el pianista.
- Y eso no fue todo- replicó la mujer- El asunto se repitió un año después.
- ¿Con las mismas mujeres? –preguntó el pianista
- Con las mismas, maestro.
- ¿Amores apasionados?- inquirió Gabriel mientras se sentaba en una mesa contigua.
- Hablaba de un amigo nuestro. Se suicidó la semana pasada.
- Lo siento
- El ya no siente nada, se lo aseguro.
- ¿Por qué lo hizo?
- Creo que fue una payasada más. El pobre debió imaginar que se levantaría del ataúd en mitad del funeral y que todo el mundo lo aplaudiría.
Helena se acercó a Gabriel para tomar su pedido.La miró a los ojos y le pidió un whisky. Ella asintió en silencio, le sonrió y dió media vuelta para dirigirse al bar. Observándola al alejarse él se dijo que le gustaba aquella mujer. Le gustaba mucho. Siempre se enamoraba cuando viajaba con su esposa, y siempre se arrepentía de haberla traido. Pero cuando viajaba sólo no pasaba nada; el asunto no tenía solución.


19.
" La ficción, como fenómeno, es parte de la realidad. La realidad, como concepto, es ficción. La conclusión -una de tantas- es que las palabras son instrumentos que sirven para afirmar o negar cualquier cosa. A la vida le falta algo y nadie sabe con certeza qué es."

Petrus tenía la costumbre de armar párrafos para si como otros hacen mentalmente cuentas, o tararean canciones. Una que otra vez los escribía, pero al leerlos sentía una extraña sensación de angustia y se decía que nunca volvería a hacerlo.
Pronto volvía a descubrirse juntando la palabras para componer frases y desarrollar ideas. Inventaba títulos de libros que alguna vez escribiría y redactaba en su imaginación el índice de materias, la página inicial, las oraciones claves del capítulo central. Era un vicio: de haber llevado al papel todo lo que escribía en su mente tendría una obra monumental. Se lo planteaba a veces y siempre concluía que se trataba de una gimnasia intelectual que le permitiría un día escribir una obra poderosa, que resumiría toda su experiencia en un lenguaje extremadamente sintético y eficaz.
En otras ocasiones pensaba lo contrario: era una lástima que no hubiese tenido el valor para llevar a un libro las innumerbales ideas que contínuamente producía; estaba seguro de que tenían valor y que interesarían a muchos.
Entonces comenzaba de nuevo y escribía un par de cuartillas, hasta que sobrevenía el malestar y se decía que aquello era inútil, que no tenía sentido, que era una pérdida de tiempo.
La angustia se convertía en un dolor en el estómago y Petrus abandonaba la escritura.

Había "escrito" fragmentos de toda clase de libros: cuentos, novelas, piezas teatrales, poemas , ensayos. Redondeaba en su interior los argumentos, los personajes, y los temas y les encontraba una presentación, un nudo y un desenlace, pero una vez concluídos perdía interés por ellos y pasaba a otra cosa. Pronto surgía una nueva idea que se desvanecía con igual rapidez.

20.

La tormenta eléctrica duró hasta que todos los relojes se detuvieron. La oscuridad era completa y las cosas y las personas se veían por momentos breves, como en instantáneas fantasmales de colores saturados. El ruido no dejaba escuchar las voces y no hubo más diálogos que los de aquellos que se acercaron lo suficiente como para decirse cosas a gritos en los oídos. Los pájaros que alguien había encerrado en la bodega para enviarlos a una casa de venta de animales exóticos en Nantucket se soltaron y volaban por pasillos y escaleras dándose golpes con cuanto se atravesaba en su camino ciego y desesperado. Una sirena ronca y grave acompañó todos los sucesos durante el tiempo inmedible de aquella eternidad infernal en la que doscientas personas hicieron el amor a gritos ensordecedores que nadie escuchó nunca en los lugares más públicos y muchas al lado de otras parejas que no se percataron de su presencia.Ciento veinte se suicidaron, quinientos dieciseis recobraron la fe y doce se lanzaron al mar sin remedio. Helena optó por andar a gatas sorteando personas y objetos y se entretuvo, para mantener la cordura, recordando día por día todos los acontecimientos de su vida desde el primer recuerdo posible, la noche en que su madre le hizo la primera fotografía con flash en la que aparecía mirando a cámara con los ojos cerrados y una boca que parecía soltar la carcajada más sonora del mundo.Era su tercer cumpleaños y su tío Ernesto le había regalado un cachorro de pomerania que fue bautizado Milú y que ese mismo día salió disparado a causa del resplandor y nunca más apareció.Ernesto acababa de llegar de un viaje a India y había traido collares, incienzo, haschich y dulces aceitosos que nadie quiso comer.Era alto y moreno, con manos largas de pianista y un mechón blanco en el pelo que a Helena le recordó siempre al de Indira Ghandi y le hizo pensar hasta después de casarse que se trataba de una moda o de un tocado ritual hindú, como el de la marca en la frente. Los lamparones de videncia engañosa en que se distinguía un rostro o una escena coincidieron muchas veces con olas que invadían el lugar desde todas partes y mojaban como un latigazo para luego desaparecer con los relámpagos y los ruidos entremezclados de gritos, crujir de maderas y reventarse de cristales que precedían a los truenos que apenas superaban el barullo general pero que a veces parecían predestinar un golpe en una rodilla o en un codo contra alguna columna. Helena cayó contra el cuerpo de un hombre que olía a sangre mezclada con agua de mar y que al principio creyó que estaba muerto, hasta que la mano de él, u otra muy cercana, le acarició el cuerpo con dulzura mientras una boca mordisqueaba su cuello. Fue un instante placentero y efímero, porque enseguida se vió arrastrada en otra dirección por uno de los violentos vaivenes y tropezó contra una puerta que se abrió y la dejó pasar a una estancia seca, menos ruidosa, donde luces verdes intermitentes iluminaban tímidamente lo que parecía ser un techo.La puerta se cerró tras ella y el ruido disminuyó aún más. Helena pudo sentarse y recorrió con las manos su cara y su cuerpo, buscando heridas,chupándose los dedos para detectar sangre, moviendo coyunturas para saber de dolores. Estaba ilesa y desnuda. Sólo conservaba las sandalias, la braga y el reloj pulsera, que cuando la tormenta amainó marcaba todavía la hora a la que había comenzado. Reconoció a tientas el lugar y supo que estaba vacío y que se trataba de un cuarto de controles en el que un panel de instrumentos marcaba cifras que no entendió pero trató de memorizar como si pudieran servirle de algo.
Se distingue una voz que repite cosas. Helena se aproxima a gatas y descubre un micrófono que cuelga de un cable. “Hola” dice. “Hola”, responde la voz en un lugar más alto. Helena se levanta con el micrófono en la mano y descubre el altavoz en el panel de instrumentos.
“Hola” dice nuevamente una y otra vez. No hay respuesta,sólo un sonido a caos. Cae al piso, sentada, y al rato se queda dormida.


21.

Soñó que estaba vestida de novia y caminaba entre ruinas, tratando de no ensuciar el vestido. A su paso encontraba cadáveres, ratas, y toda clase de chatarra y excrementos. Debe haber sido un bombardeo, se dice. Estamos en guerra.
Y aparece un niño pequeño, que le sonríe y le ofrece su manita para ayudarla a pasar por encima de un poste de luz caído y atravesado en su camino. Sigue al niño, que la conduce hasta una calle abierta. Hay una iglesia:entran.
Se trata de una ceremonia fúnebre. Muchas personas de negro rodean un ataúd.
De pronto oyen un llanto. En la capilla contigua, numerosos mujeres rodean a un bebé que esta siendo bautizado.

22.
Se despertó de pronto y supo que era de día porque una luz cálida inundaba el espacio. Todo estaba quieto. Se levantó y abrió la puerta.
No pudo entender la situación hasta mucho más tarde, cuando ya había descendido del barco y había subido hasta la cima del acantilado que dominaba la bahía, donde se alzaba el faro. El transatlántico había entrado en la costa como un coche que sale de la calle y se incrusta en la vitrina de una tienda. Estaba literalmente estacionado en la playa con la proa y la mitad del casco introducidos en la vegetación frondosa y húmeda de la isla: era un barquito de juguete olvidado en una jardinera. “Es un naufragio en tierra” había dicho Gabriel. Desde arriba la nave parecía un trozo de pan asaltado por hormigas.Los sobrevivientes bajaban con sus pertenencias a cuestas y se diseminaban en todas direcciones.
“Los hombres son seres curiosos – pensó Helena- Todo lo que les importa es llegar sanos y salvos a la muerte.”


Paris, junio 2004.